La puerta abierta: Hablemos de Sudáfrica (II). Se acabó la samba

Publicado el 16 junio 2010 por Damsam

Plagado de estrellas por donde se la mire, la selección de Brasil se plantó con sus cinco coronas frente a una Corea del Norte que regresaba a un mundial tras casi medio siglo, con el olor frío a goleada en el ambiente. No fue así. Los de rojo les plantearon un muro impenetrable con una línea de cinco en el fondo y una segunda de cuatro que apagaron las luces en el primer tiempo a Kaká, Robinho y compañía. Una y otra vez cabalgaban los amarillos hacia la trinchera norcoreana rebotando otras tantas veces, sin inquietar siquiera al portero, que empezaba a mostrar sus debilidades a los disparos de larga distancia.
Así se pasó el primer tiempo, en ascensor entre el aburrimiento y la sensación impávida de que de esa forma acabaría el partido. Pero se vio que hubo un cambio en Brasil en el segundo tiempo, hubo micro momentos en que nos hacía recordar por qué tienen cinco copas del mundo en su haber. Fue así como en el minuto 55 Maicon, ese rayo negro, pretendido por el trasatlántico blanco, que cabalga a placer por la banda derecha, se metió hasta el fondo del área norcoreana, miró, vio que habían muchas piernas y sagaz quiso centrar fuerte al centro para que cualquiera de esas piernas la termine metiendo sea queriendo o no, pero terminó por inflar las redes él, y concibiendo un golazo, sin ángulo, para sufrimiento del portero Myong. Parecía que venía la goleada pero los de rojo siguieron manteniendo el orden. Sin embargo, en el 78, producto del desorden y de un pase profundo y quirúrgico de Robinho, Elano remató a placer marcando el gol que parecía sentenciar el partido. Sin renunciar a su estilo, el equipo de Corea del Norte le imprimió orgullo al partido y obtuvo premio a dos minutos de terminar el tiempo reglamentario. Yun, el número ocho, penetró por una apacible defensa amarilla y sacó un latigazo imparable. Fue la pimienta del encuentro, esa chispa de picante y nada más, porque de ahí al pitido final, nada más ocurriría.
Dunga le ha dado otro sello a Brasil, los amarillos ya no enamoran con su juego, renunciaron al “jogo bonito” para evolucionar en un equipo más rocoso y menos vistoso, han dejado de amar a la pelota y eso se nota. No más música brasileña en los mundiales, porque tal parece que se acabó la samba.