LA PUERTA DE KOM OMBO
La habitación oculta tras la pared horadada daba cobijo a un arsenal cochambroso de reliquias egipcias, papiros apergaminados, muebles desportillados y un caleidoscopio horripilante de inmensas telarañas que devoraban el espacio rancio y hediondo como una bruma fantasmal.
Ramiro Somoza no vio ninguna ventana ni rendija por la cual pudiera entrar aire fresco ni luz. Tuvo que aguardar unos instantes fuera antes de adentrarse en el oscuro reino “intramuros”.
La atmósfera infecta comenzó a renovar su catadura ponzoñosa a los pocos minutos. El “profanador de hogares ajenos” se escurrió a través del boquete y encendió una linterna. Fuera había dejado el pico que había utilizado para destrozar la pared.
La sala clausurada tenía unos diez metros cuadrados a lo sumo.
Ramiro caminó como un noctámbulo ebrio entre los altaneros bustos de Horus, Sekhmet y Sobek, que le observaban desde la cúspide caoba de una estantería destartalada y llena de polvo espeso.
Examinó su entorno, ansioso por encontrar lo que había venido a buscar como en un trance febril. Sobre una mesa cuadrada el foco de la linterna alumbró unos papiros, aplastados bajo el colosal peso de una réplica en plomo de la imponente mezquita del sultán Hassán. A su lado, cuatro sillas rotas y ajada madera negra, pintadas con grabados del faraón Mentuhotep I.
Siguió avanzando por aquel mugriento trasunto de Egipto. Llegó enseguida a la garganta de la habitación vulnerada como un moscardón extraviado en medio del cosmos. En las paredes colgaban papiros que representaban escenas de momificaciones y sacrificios, con Osiris y la diosa Hathor, con su forma de vaca sagrada, como personajes principales.
Comenzaba a impacientarse. El propietario de la “vivienda-museo”, el arqueólogo Armando de la Cuadra, estaba en una de sus habituales expediciones al norte de Abydos. Sin embargo, todas las semanas venía una empleada del hogar rumana a limpiar el piso.
Ramiro se había informado bien, no quería sorpresas, y mucho menos, rubricar su acción criminal con el asesinato de una emigrante del norte de Europa tiñendo de rojo carmesí el suelo, de inmaculada plaqueta blanca.
Tropezó ruidosamente con una mesa ovalada, sobre la que reposaban tres inauditas esfinges con la faz del faraón Seti I. Cuando levantó la vista, el haz de la linterna quedó derramado sobre una vitrina polvorienta, cuyas puertas estaban firmemente cerradas con un poderoso candado herrumbroso.
Ramiro sonrió socarrón. Había llegado demasiado lejos como para dar la vuelta por la presencia disuasoria de un candado. Hizo pedazos los cristales de la vitrina con la culata de una pistola plateada, que emergió con un brillo macabro del bolsillo interior de su gabardina blanca.
Suspiró aliviado. Rilaron como cortinas al viento sus mofletes orondos y levemente flácidos. Allí estaba: el escarabajo de oro, observándole con sus ojos grandes y apócrifos de nácar. Estaba flanqueado por dos estatuillas de madera del sacerdote Cheik-el-Beled.
Tomó entre sus manos el inanimado coleóptero. Lo giró. Tal y como sospechaba, había en la panza una ranura diminuta habilitada para introducir un punzón. Ramiro extrajo del bolsillo derecho de su gabán una especie de alfiler alargado, rematado en una testa de plata con la faz del faraón Kefrén.
Lo introdujo en la abertura. Entró sin la menor dificultad. Lo giró, suavemente. La tripa del insecto espurio se abrió como una flor que se desnudara feliz ante la llegada de la primavera.
En su interior había una fotografía plegada. Las manos blancas y fuertes de Ramiro abrieron los deliberados “cierres represores”. Sus ojos grises centellearon, acaso profetizando ya riquezas suntuosas más allá de los muros del templo de Kom Ombo.
-La lechuza, el ojo vigilante y el escarabajo, tallados en tiempos de Sobek, el dios de la fertilidad y creador del mundo, y Horus, el dios solar guerrero… -Murmuró entre dientes Ramiro. Contempló la fotografía que había extirpado de las entrañas del escarabajo.
Se concentró en los grabados del pináculo inmortalizado en la fotografía. Sus retinas se tornaron codiciosas, embriagas de codicia.
El falucho se deslizaba por el Nilo con la parsimonia de una sirena adormecida al arrullo de su propio cántico narcotizante. En la distancia ya se adivinaba la silueta del templo de Kom Ombo.
Tres vigilantes nocturnos, somnolientos y escasamente motivados por el exiguo incentivo pecuniario de su sueldo miserable, no suponían el menor inconveniente para el rudo sicario colombiano, dedicado al comercio ilegal de obras de arte durante los tres últimos años de su vida.
Los degolló uno a uno con un temible machete emplumado que había sustraído meses atrás en el museo Luxor. Después, los arrastró hasta la sala hipóstila y allí, los depositó tras las columnas como si fueran sacos de cemento de una obra paralizada por algún trámite burocrático.
Se aseguró de encontrarse solo, que no quedara ningún vigilante más, acaso entontecido, tratando de descifrar con los rudimentarios mecanismos de su mente primaria la simbología esculpida en los pilares de la antigua Pa-Sobek, el hogar del dios cocodrilo venerado antes de la primera dinastía.
Durante unos minutos deambuló como un patético diletante despistado, buscando la imponente “tablilla” de piedra con los grabados de la lechuza, el ojo centinela y el escarabajo.
Lo halló finalmente después de dar varias vueltas de pato mareado.
Aunque tenía en su poder una fotografía, se hallaba el pináculo en un estado de conservación pésimo. Ramiro no había logrado inicialmente discernir la tríada de jeroglíficos que el profesor De la Cuadra había dado en denominar “La puerta de Kom Ombo”.
La estructura que tenía delante, que se parecía tan poco a la límpida imagen de la fotografía, era en realidad un formidable bloque de piedra maciza empotrado en la pared. Había delante una molesta columna cercenada que le había impedido inicialmente ver el obelisco.
Por unos instantes envidió el impresionante estado de conservación de los grabados, que representaban escenas de la vida de Horus.
Se concentró en la puerta de Kom Ombo. El pináculo debía pesar varias toneladas. Parecía formar parte de la prístina ringlera de columnas centrales que escindían los yuxtapuestos templos de Horus y Sobek.
Según las rocambolescas teorías del profesor De la Cuadra, debía existir una cámara subterránea bajo el pináculo, repleta de tesoros inimaginables destinados a honrar en el más allá a los dioses moradores del singular templo “cohabitado”.
De la Cuadra estaba atrapado en una ciénaga de aletargados trámites burocráticos, y no había obtenido todavía permiso y financiación para desenterrar las milenarias alhajas.Ramiro, mucho menos escrupuloso con el acatamiento de los preceptos procesales, había decidido tomar el seductor atajo de la profanación.
A golpe de martillo, el suelo legendario quedó en pocos minutos sembrado de un sudario de grava y guijas relucientes procedentes de la piedra vertical. Los símbolos cincelados por los Ptolomeos se extinguieron en un océano de polvo y piedra machacada.
El imperdonable ultraje, un atentado terrorista contra el patrimonio nacional egipcio, revertiría en una gesta de rimbombancia histórica que tornaría su nombre denostado en cántico de panegíricos: Ramiro Somoza, el hombre que descubrió los tesoros ocultos del templo de Kom Ombo.
Le sangraban los nudillos y las manos habían adquirido ya un escandaloso tono púrpura. Estaba extenuado, pero el esfuerzo había merecido la pena: al otro lado de la puerta de Kom Ombo se veía ya el umbral oscurísimo de una sala anexa cavernaria.
Comenzó a golpear con mayor fuerza y celeridad. Algunas piedras desprendidas por el letal martilleo le golpearon el rostro, provocándole arañazos y rasguños de poca importancia.
No sentía dolor, sólo euforia. De la Cuadra estaba en lo cierto. Sus cábalas visionarias habían resultado ser correctas. Había una galería desconocida bajo los cimientos del pináculo de los símbolos sagrados del escarabajo, la lechuza y el ojo centinela.
Cuando finalmente el orificio artificial tuvo el diámetro suficiente como para tragarse su cuerpo magro, reptó hacia el interior.
Descendió con frenesí por una rampa mortal, resbaladiza y anfractuosa. Llegó a una especie de cripta. Estaba todo oscuro. No se veía nada…
Alumbró la estancia con la linterna. Se encontraba en un reino de penumbras, habitado por inmundas criaturas subterráneas del tamaño de sus puños.
Ramiro comenzó a sentirse débil y terriblemente mareado, a punto de desvanecerse. No aguantaría mucho tiempo respirando aquella atmósfera venenosa, como de cloaca de inframundo. Se apercibió con disgusto de que la cripta estaba completamente vacía. Aulló de rabia, incrédulo, impotente…
La sala oculta del templo de Kom Ombo debía ser un lugar destinado a embaucar a incautos intrusos y profanadores de tumbas, como él mismo, atraídos por la llama de inimaginables tesoros fulgurantes.
Cayó de rodillas al suelo, derrotado por la toxicidad del aire infecto. El flequillo sucio y largo de su cabello negro y graso le anubló los ojos implacables, acostumbrados al ajusticiamiento y la tortura.
Los labios, finos, estaban cortados; una muesca inequívoca e inherente de la deshidratación. En su rostro, dominado por unos pómulos poderosos y preponderantes y una barbilla afilada donde crecía una barba negra y densa de 3 o 4 días, se había posado ya la huella de la muerte por asfixia.
Posó la linterna en el suelo con innecesaria rudeza. Ésta rodó unos metros. Quiso el foco, voluntariamente, iluminar un área de la pared horadada por dos orificios análogos del tamaño de una pelota de tenis. De nuevo reverdeció el ánimo en su corazón desolado.
Se levantó como un anciano aquejado de artritis. No era Ramiro un hombre alto: apenas 1,65 se elevaba su figura enjuta y fibrosa.
Los agujeros no eran ni mucho menos dos aberturas accidentales, acaecidas por el natural deterioro del templo. Tenían un cometido predeterminado, diseñados con pleno conocimiento y causa.
Coincidían perfectamente con el diámetro de un rostro humano normal. Estaban colocados a la altura de los ojos, separados unos centímetros, alineados…
Ramiro cogió la linterna y la introdujo ligeramente por uno de los agujeros. El recóndito túnel discurría varios metros hasta otra sala anexa.
Sus pupilas se dilataron como las de un felino en la noche, y se agrandaron aún más cuando registraron el contenido amasado en la galería adyacente: había tres sarcófagos alineados, ricamente decorados en tonos añiles, rojos, azules y dorados.
Su entusiasmo reverberó en la desértica galería como un himno triunfal. Esta vez su alarido portaba los galones ufanos del éxtasis tras la epopeya. Le retiró de sus privados festejos un sonido abrumador y desconcertante.
Algo caía rodando por la escarpada rampa que conducía al exterior. Inmediatamente después, otro sonido, metálico, rebotando contra el suelo como una manzana podrida.
“¡Era su pico! ¿Qué demonios estaba ocurriendo?”
Ramiro se apresuró a iluminar el camino que le había conducido hasta la cripta. Volvió a caer de rodillas, horrorizado: “¡Eran los vigilantes que había degollado momentos antes! ¡Alguien los había descubierto y arrojado por la pendiente! Le habían sorprendido y pensaban enterrarlo vivo, junto con los cadáveres de aquellos centinelas…”
Tenía que salir de allí, ipso facto. Todo el aplomo y coraje que le había caracterizado toda la vida ahora se había desvanecido, como el ánima de los difuntos que un día reinaran las tierras del rey Menes en la mítica fusión del Alto y Bajo Egipto.
Ramiro cogió la linterna y se abrió paso entre los cuerpos “brutalizados”. A medio camino de la salida hacia el próspero horizonte de la salvación, escuchó unos pasos. Quedó paralizado, prestando oídos a la negrura.
El visitante intempestivo se materializó delante de él. Vestía una larga túnica blanca muy ajustada al cuerpo, semidesnudo, curvilíneo, sensual y hermoso. Era una mujer. Guardaba un parecido físico prodigioso con la bellísima princesa Nofret.
Le miró durante unos instantes, con ademán de repulsa y soberbia. La mujer, joven, no sobrepasaría los 30 años, iba engalanada al uso anacrónico de la esposa del sacerdote de Heliópolis, Rahotep, con una diadema blanca de motivos florales y unos collares policromados en torno a un cuello grácil y armonioso.
Sus ojos, pintados de negro, eran tenebrosos, oscuros como las entrañas de la cripta. Llevaba el cabello corto, perfectamente cortado de manera regular alrededor de toda la superficie de su testa, altiva y regia.
Ramiro Somoza sonrió aliviado por el giro afortunado de los acontecimientos. Era una simple mujer. Primero la violaría. Era realmente hermosa. Después la degollaría, como había hecho con los inútiles vigilantes del templo.
Se abalanzó sobre su presa, confiado. Se había guardado el cuchillo en la parte trasera del pantalón.
Su rostro demudó inmediatamente por la sorpresa. ¡El cuchillo no estaba ahí!”
La mujer que se parecía a la princesa Nofret sonrió, avergonzada ante la patética inutilidad de su atacante. Fue rauda y eficiente. Apenas pudo Ramiro apercibirse de cómo le hundía en la garganta el cuchillo emplumado que él había robado meses atrás en el Museo de Luxor. Entre espasmos agonizantes, sus ojos grises moribundos contemplaron a una breve cuadrilla de “picapedreros” que se dirigían hacia la pared donde él había descubierto los sarcófagos.
“Nofret”, altanera, ensoberbecida, le dio una orden marcial e inapelable a uno de sus súbditos. Éste, sin concederle la pleitesía de expiar su alma condenada antes de abandonar para siempre el reino de los vivos, le decapitó con una pala.