Un pensador ruso que atravesaba una profunda crisis interior decidió retirarse unos días a reflexionar a un apartado monasterio en medio de las estepas rusas. Los monjes aceptaban la visita de algunas personas externas a la orden siempre y cuando se adaptaran a los usos y costumbres del monasterio. Al llegar, se le asignó una habitación que junto a la puerta tenía un cartelito con su nombre escrito. La estancia era sumamente espartana: una cama, una mesa con una silla y un armario.
Quizá por la dureza de la cama al pensador le costó conciliar el sueño por la noche y cansado de dar vueltas, decidió salir a dar un paseo por el imponente claustro del monasterio. Caminó durante casi una hora bajo aquellas enormes arcadas preciosamente esculpidas, y cuando se sintió cansado y decidió volver a la cama se dio cuenta que en el pasillo no había suficiente luz para leer los nombres que figuraban junto a las puertas y no podía recordar cual era su habitación.
Recorrió el claustro una y cien veces y todas las puertas le parecían iguales. Por no despertar a los monjes, pasó la noche entera dando vueltas por el enorme y oscuro claustro, hasta que con la primera luz del día distinguió al fin cual era la puerta de su habitación, delante de la cual había pasado tantas veces a lo largo de la noche sin estar seguro.
Y es que a nosotros también nos pasa eso muchas veces. Pasamos por delante de la puerta que conduce a nuestra vida soñada cientos de veces, pero otros cientos nos falta luz para verlo. No debemos olvidar que saber cual es la misión en nuestra vida es la cuestión más importante que debemos dilucidar. Que el tiempo que invirtamos en su respuesta será el más rentable, y que si para ello debemos buscar ayuda, no debemos dudar en hacerlo, pero que no podemos ni debemos esperar mucho para elegir qué puerta abrir!.