Extrapolación un poco tirada de los pelos, algunos espectadores descubrimos en este hombre de negocios del siglo XXI algo de la decimonónica Madame Bovary. Al menos la insatisfacción permanente que parece provocar la normalidad burguesa y que se revela antagónica de la verdadera felicidad y del verdadero amor (un amor apasionado que requiere una buena dosis de angustia, sufrimiento y fecha previsibile de expiración).
Pierre no se suicida como Emma pero sí abraza una suerte de muerte metafórica de la que sólo escapa algunos segundos: el suspiro que dura el último encuentro (casual) con su bien amada. Salvo por el dolor agudo que inflige esta jugarreta del destino, la anestesia es total.
“Aferrarse a las cosas detenidas es ausentarse un poco de la vida” canta Pablo Milanés en “El tiempo, el implacable, el que pasó”. El verso sintetiza la articulación de los dos relatos que cuenta Zabou: uno ambientado en el presente; otro en el pasado; ambos dedicados al drama que supone la (por distintas razones) inevitable separación del ser amado.
Como en Perdidos en Tokyo, aquí también el Lejano Oriente representa un destino de fuga y porqué no de reencuentro con uno mismo. La escena en que los clientes hongkoneses reconocen el flechazo de Pierre y Mathilde sugiere la hipótesis de que los habitantes de las antípodas todavían conservan un contacto con la vida que los occidentales cartesianos descartamos en nombre de la felicidad y el éxito promocionados por los avisos publicitarios.
A algunos espectadores, La quise tanto nos deja con sabor amargo y con la extraña sensación de haber asistido a una reencarnación (masculina y posmoderna) de Emma Bovary. Otros, en cambio, critican con sorna la apatía de Pierre/Auteuil en una “típica película francesa” aburrida y deprimente.