Érase una vez una rana que anhelaba convertirse en una rana auténtica. Ella, como todas, tenía ese color verde intenso, los ojos desorbitados, la piel gelatinosa. Pero ella no quería ser una más. Así que se compró un espejo a fin de observarse detenidamente hasta descartar aquello que no le gustara y realzar aquello otro que le hiciera sentir auténtica. Pero los humores del día le hacían diferir en cuestión de horas con sus propias observaciones. Así que optó por guardar el espejo y comenzar a tomar más en consideración la opinión de los demás que la suya propia. Ese sería su verdadero espejo. Cada día cambiaba de peinado, ropa, pose e incluso actitud, a fin de comprobar qué inspiraba mayor aprobación en esa suerte de jurado popular. Con el tiempo, observó que lo que más valoraban eran sus piernecillas verdes y espigadas. Se dedicó a ejercitarlas haciendo sentadillas, para que lucieran aún más esculpidas y hermosas, como talladas sobre mármol de roseta. Y así siguió, dispuesta a todo con tal de agradar y recibir la aprobación de los demás, hasta llegar un buen día al extremo de dejarse arrancar las ancas mientras otros se las comían, al tiempo que exclamaban con fruición: «qué buena la rana, ¡si parece pollo!».
Hace apenas unas semanas, el nuevo Gobierno de Rajoy anunció, a contrapelo de lo pregonado, una subida de impuestos sin parangón en la historia de la democracia española y de una más que dudosa constitucionalidad, al rebasar el cincuenta por ciento que el Tribunal Constitucional levantó como cortafuegos. La medida impactó como palanqueta sobre la línea de flotación de suyos y ajenos. Pero si mal fue el pecado, peor aún lo fue la estación de penitencia. El Ministro de Hacienda, Cristobal Montoro, se enfrentó a los medios con un alborozo a medio camino entre lo patético y lo infantil, anunciando que habían hecho lo que la izquierda no se había atrevido a hacer en ocho años de gobierno. Lo que, en román paladino, viene a significar que podían ufanarse de haber sido más papistas que el Papa. A saber: que ni Cayo Lara habría impuesto semejante Ley de la Gumía con las clases medias y altas.
Con esa medida, el PP se dejó arrancar una de sus ancas para solaz de esos izquierdistas de todos los partidos, que escribiera Hayek a modo de colleja en el preludio de su obra Camino de servidumbre. Pero Rajoy sabía que no bastaba. No iba a borrar años de prejuicios ajenos y complejos propios por arte de birlibirloque con una subida fiscal. Así que, aprovechando su reunión con ese Napoleón de segunda que es Sarkozy, se decantó por hacer una defensa de la conocida Tasa Tobin, con la que se pretenden gravar las transacciones financieras internacionales, lábaro santo desde hace años de los distintos movimientos antiglobalización. No importó que aquel que fuera Premio Nobel, James Tobin, se opusiera a la instrumentalización de su teoría por parte del colectivo ATTAC y toda suerte de movimientos antiglobalización, considerando sus posiciones anacrónicas e alejadas del mundo actual, como recogiera una entrevista en Der Spiegel. Lo realmente importante era untar con miel las hojuelas de la izquierda, y qué mejor manera que tomando como propias las reivindicaciones de los movimientos anticapitalistas, indignados del 15-M incluidos con los que tanto denuedo pelearon los populares. Vueltas que da la noria. Meses de reuniones, programas, idas y venidas para acabar haciendo política del Hotel Albéniz, ese lugar que los indignados convirtieron en una suerte de Fort Laramie.
Pero puestos a ser títeres de cartón de la izquierda, siempre queda un aplauso más por ganarse. El próximo martes se esbozará en el Congreso la futura Ley de Transparencia y del Buen Gobierno, con una Soraya Sáenz de Santamaría al frente atesorando más poder que la mismísima Irene de Bizancio, Basileus Autócrator, Par de Apóstoles. Según la misma, los políticos caerán por el peso de la gravedad de ese espacio brumoso, níveo, ubicado entre el cielo y la tierra. Vamos, que pretenden convertirlos en simples mortales. Pero, puestos a quijotear, siempre tiene que aparecer un buen Sancho. Y así, de la nada, saltó el Presidente de la Junta de Extremadura, Monago, con ese exabrupto a medio camino del rebuzno y el relincho, advirtiendo que la Ley se aplicaría con carácter retroactivo. Algo muy del gusto -al dente, diríase- de aquellos que aplaudieron con las orejas los juicios del franquismo de Garzón. Pero existe un problema: no advierte hasta dónde llega la retroactividad en el tiempo, olvidando que aún queda mucho escocido con el bueno de Carlos V y cómo nos usó como granero para financiar su aventura imperial. Que hubo malversación de caudales públicos y dolo en sus acciones parece más que obvio. Así que cuidado, Emperador.
Pero centrándonos hasta donde nos alcanza la vista y los pies en el tiempo, suena bastante improbable que una Ley hecha por políticos para cazar políticos triunfe. Al menos con todos por igual. Aunque, claro, siempre sería paradójico ver al Ministro de Justicia, Gallardón, lloriqueando a las puertas del penal por la deuda de 7.000 millones que ha dejado en Madrid. La clave, la médula neurálgica, el nudo gordiano de la cuestión está en lo que el propio Ministro de Hacienda manifestó. «Tiene que haber un rigor en la acción del Gobierno. Si quiere gastar más, tiene que subir los impuestos». Sin más. Olvidando que el instinto de conservación del político viene ya remarcado nada más romper el cascarón del huevo, mayor será aún para no acabar entre rejas. Si de hacer un ejercicio de suma cero se trata, pues qué mejor manera que cuadrar los balances tal y como recomienda el Ministro: subir impuestos y, en el caso de ayuntamientos, crear nuevas tasas municipales o engordar las ya existentes, que haberlas haylas: basuras, veladores, licencias de taxis, usos del espacio público y un etcétera tan largo como exija la necesidad del político. Apuntado en la cuenta del contribuyente, claro está.
Como insistió Baltasar Gracián en el Oráculo manual, «son tontos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen». El bueno de Gracián no supo que con el correr de los años, la sentencia se convertiría en la enseña del partido político que a partir de 2011 gobernaría España. El Partido Popular, puestos a ser más de izquierdas que la izquierda misma, ha ganado las elecciones, pero perdido en las ideas. Al asumir como suyos los preceptos y consignas de la izquierda, ha conseguido que sus rivales se coman sus ancas de rana mientras se esfuerzan en ser más auténticos que ningún otro partido. ¡Qué rica la rana, que parecía pollo!, se dirán en el PSOE riéndose a mandíbula batiente. El ridículo, a veces, no encuentra límites,