Para empezar, tienes que saber que a mí me gusta ver gente guapa y en forma. Me gusta mucho.
Pero es que hay algo de esas fotos que me sacaba de mis casillas. Esas frases arrogantes, espirituales o de profundo nivel intelectual que copiaban de otros y entrecomillaban para "aliñar" sus selfies insulsos y faltos de sentidos.
Sus grandilocuentes discursos parecían indicar que muchos se habían quedado en la época de instituto. Cuando en las carpetas y las últimas hojas de la libreta, escribíamos poemas y frases de otros.
Yo tenía una carpeta con separadores que era la precusora de Instagram. Pegaba fotos mías o de mis amigas y ponía frases. Frases de otros. Con dieciseis o diecisiente años mi carpeta separadora era preciosa. Y las frases de otros.
La gente de mi edad o más seguía haciendo lo de las carpetas, con sus fotos selfies.
Era gente de mi edad o más porque suelo seguir a gente parecida a mí. Y me sorprendo aún de encontrarme a tanta gente de mi edad o más encerrada en una mentalidad adolescente.
A ciertas edades nos pasa como con la talla de sujetador, tenemos criterio. Por tanto no necesitamos copiar el criterio de los demás. O no deberíamos. Podemos escribir cosas que pensamos nosotros, no lo que piensan otros.
Mirad, yo en mi último akelarre depurativo quemé una cartera de Totoro. Era un bolsito para llevar monedas. Por mucho que me gustara era una reminescencia de mi manera en ese momento de comportarme con mi dinero. Una forma de seguir siendo niña. Caprichosa. Y no tener el control sobre lo que necesitaba.
Porque en el fondo de cada adulto que se comporta como un adolescente, está una persona que no quiere tomar las riendas de su vida. Que se escuda tras esa parte infantil.
Hay que tomar el control sobre lo que nos importa.
Tomar el control sobre cómo ganamos y gastamos el dinero. O sobre qué comemos. No se come lo mismo a los veinte que a los treinta o los cuarenta. Nuestro cuerpo no es el mismo. Nuestras prioridades tampoco lo son.
El otro día estaba en el supermercado una una señora sacó una cartera de "Hello Kitty". Me dio una verguenza ajena muy grande. Después vi que su móvil también tenía una funda muy infantil.
Yo he pasado por épocas de querer ser niña. Con muchas ganas de no responsabilizarme de mi vida. Y la simbología de la adolescencia adulta se llena de prendas de ropa inadecuada y otros adornos.
No paraba de ver esos símbolos.
Así que me fui de Instagram.
Cuando no me gusta el medio, es mejor no trate de fluir con él. No me aportaban nada. Tampoco quería seguir cuentas de gente fea. Y la gente que me gustaba no era muy activa en esa red.
Sin embargo, cuando tuve a Matilde, al tiempo volví.
Al principio publicaba sin mirar a nadie.
Y empezaron a llegarme muchas proposiciones de empresas a través de este canal. La gente se interesaba, a pesar que no llego a los dos mil seguidores, por mi imagen. Así que mantuve abierto el canal.
Incluso fui haciendo comunidad, que siempre viene bien.
Comencé a seguir cuentas más interesantes. Y a eliminar a todo aquel que se hiciera "sefies" con frases copiadas de alguien más listo que ellos.
Sigo recibiendo varias ofertas semanales. Y gente que prefiere mandar privados a Instagram antes que mandarme un email a mi blog.
Y mi siguiente fase ha sido no hacerme más selfies excepto si salgo con gente guapa. Mi cuenta es más interesante sin necesidad de confirmar a cada rato que soy feliz con la gente. O si me han salido ojeras.
Tras quemar mi cartera de Totoro, hacer crecer mi cuenta de Instagram era mi siguiente reto. Y lo estoy consiguiendo.
Lo mismo la cantidad de ofertas es gracias a mi sacrificio de Totoro. Nunca lo sabré.