Cuandoel frío arrecia, como en estos días, que estamos teniendo frío a espuertas, más del que nos merecemos, me temo, a mi cabeza viene constantemente una expresión de nuevo cuño que encierra una realidad tan atroz como vergonzosa, ya que a todos nos afecta, de un modo u otro. Me refiero a “pobreza energética” y que no es más que la incapacidad de miles de familias, porque son miles y miles, millones, de poder encender un brasero, calentador o climatizador porque sencillamente no tienen dinero para pagar la electricidad que los citados dispositivos consumen. Esa es la triste y trágica realidad que nos traen los inviernos de los últimos años, porque aunque nos hayan querido vender que España va bien y todas esas milongas de mitin barato lo cierto es que la extrema vulnerabilidad de millones de familias, la pobreza en muchos casos, se ha cronificado de tal manera que ya podemos comenzar a hablar de una nueva posición social. Posición social, ojo, a la que todos podemos pertenecer en cualquier momento de nuestras vidas, y sin previo aviso. Nadie está a salvo, nadie. No me atrevo a ponerle nombre a esta nueva clase o posición social, me da pánico hacerlo, lo que no me queda duda es de que es real, multitudinaria y es más cercana de lo que nosotros podemos imaginar. Nos roza. Nos roza y no la vemos, porque una de las características de esta nueva clase social es su invisibilidad. Porque en demasiadas ocasiones, se tratan de personas que, hasta no hace tanto, han tenido un buen estatus social, han ganado su dinero, porque se lo trabajaron, y por tanto han disfrutado de ciertas comodidades, incluso caprichos, sí. Y nos codeábamos con ellos en los restaurantes, y en la Feria y en la piscina del hotel o comiéndonos un helado en Roma, en la mítica Frigidarium (no olvide ese nombre si visita la ciudad). Y como un helado de Frigidarium, o de la heladería de la esquina, que también están buenos, en el agosto más caluroso, a la misma velocidad, el sueño de millones de españoles se derritió y se sigue derritiendo, porque la crisis, insisto, sigue aquí. Pero creemos que prosiguen igual, que no han sentido los zarpazos de esta dura crisis, porque siguen teniendo ese abrigo bueno y caro que se compraron cuando pudieron, o ese Audi con más extras que una película del Oeste y hasta esa casa en la playa que usted y yo nunca nos pudimos comprar. Y las bicicletas, y las motos y hasta las tablets de los niños, y todavía no lo han vendido por casi nada en el Wallapop. Y, en cierto modo, les reprochamos que no lo hayan hecho, que no sean pobres de manual, pobres de película. Les reprochamos que no hayan malvendido el Audi, la casa en la playa y hasta las tablets de los niños; les reprochamos que sigan manteniendo su dignidad, que hasta catalogamos como soberbia cuando nos calentamos, porque los pobres deben ser sumisos, vasallos, casi esclavos de los que tienen más. Hablamos de vulnerabilidad, de pobreza, sí, de desigualdad, en definitiva. Porque la pobreza energética, que padecen los pobres de siempre, y los nuevos pobres invisibles que no queremos ver, puede entenderse como una más de las otras carencias que padecen. Pobreza cultural, porque determinadas expresiones culturales cuestan dinero, o la pobreza informativa, o la tecnológica o la deportiva, porque el gimnasio tiene sus cuotas y unas zapatillas cuestan dinero, porque todo cuesta dinero, más o menos, pero dinero al fin y al cabo. Y así, ahora ya hay niños con determinadas puertas abiertas y niños que ni saben que existen esas puertas. Niños que, si este sistema vil no cambia, tendrán vidas instaladas en esta pobreza que comienza a ser estructural. Y sí, me ha salido un poco duro y áspero el artículo de esta semana, pero es que la realidad también lo es. Pero la verdadera, y no esa de banderas, patrias e himnos que han tratado de usar como alfombra, para que no veamos lo que no debemos. Para que no nos veamos a nosotros mismos.
Cuandoel frío arrecia, como en estos días, que estamos teniendo frío a espuertas, más del que nos merecemos, me temo, a mi cabeza viene constantemente una expresión de nuevo cuño que encierra una realidad tan atroz como vergonzosa, ya que a todos nos afecta, de un modo u otro. Me refiero a “pobreza energética” y que no es más que la incapacidad de miles de familias, porque son miles y miles, millones, de poder encender un brasero, calentador o climatizador porque sencillamente no tienen dinero para pagar la electricidad que los citados dispositivos consumen. Esa es la triste y trágica realidad que nos traen los inviernos de los últimos años, porque aunque nos hayan querido vender que España va bien y todas esas milongas de mitin barato lo cierto es que la extrema vulnerabilidad de millones de familias, la pobreza en muchos casos, se ha cronificado de tal manera que ya podemos comenzar a hablar de una nueva posición social. Posición social, ojo, a la que todos podemos pertenecer en cualquier momento de nuestras vidas, y sin previo aviso. Nadie está a salvo, nadie. No me atrevo a ponerle nombre a esta nueva clase o posición social, me da pánico hacerlo, lo que no me queda duda es de que es real, multitudinaria y es más cercana de lo que nosotros podemos imaginar. Nos roza. Nos roza y no la vemos, porque una de las características de esta nueva clase social es su invisibilidad. Porque en demasiadas ocasiones, se tratan de personas que, hasta no hace tanto, han tenido un buen estatus social, han ganado su dinero, porque se lo trabajaron, y por tanto han disfrutado de ciertas comodidades, incluso caprichos, sí. Y nos codeábamos con ellos en los restaurantes, y en la Feria y en la piscina del hotel o comiéndonos un helado en Roma, en la mítica Frigidarium (no olvide ese nombre si visita la ciudad). Y como un helado de Frigidarium, o de la heladería de la esquina, que también están buenos, en el agosto más caluroso, a la misma velocidad, el sueño de millones de españoles se derritió y se sigue derritiendo, porque la crisis, insisto, sigue aquí. Pero creemos que prosiguen igual, que no han sentido los zarpazos de esta dura crisis, porque siguen teniendo ese abrigo bueno y caro que se compraron cuando pudieron, o ese Audi con más extras que una película del Oeste y hasta esa casa en la playa que usted y yo nunca nos pudimos comprar. Y las bicicletas, y las motos y hasta las tablets de los niños, y todavía no lo han vendido por casi nada en el Wallapop. Y, en cierto modo, les reprochamos que no lo hayan hecho, que no sean pobres de manual, pobres de película. Les reprochamos que no hayan malvendido el Audi, la casa en la playa y hasta las tablets de los niños; les reprochamos que sigan manteniendo su dignidad, que hasta catalogamos como soberbia cuando nos calentamos, porque los pobres deben ser sumisos, vasallos, casi esclavos de los que tienen más. Hablamos de vulnerabilidad, de pobreza, sí, de desigualdad, en definitiva. Porque la pobreza energética, que padecen los pobres de siempre, y los nuevos pobres invisibles que no queremos ver, puede entenderse como una más de las otras carencias que padecen. Pobreza cultural, porque determinadas expresiones culturales cuestan dinero, o la pobreza informativa, o la tecnológica o la deportiva, porque el gimnasio tiene sus cuotas y unas zapatillas cuestan dinero, porque todo cuesta dinero, más o menos, pero dinero al fin y al cabo. Y así, ahora ya hay niños con determinadas puertas abiertas y niños que ni saben que existen esas puertas. Niños que, si este sistema vil no cambia, tendrán vidas instaladas en esta pobreza que comienza a ser estructural. Y sí, me ha salido un poco duro y áspero el artículo de esta semana, pero es que la realidad también lo es. Pero la verdadera, y no esa de banderas, patrias e himnos que han tratado de usar como alfombra, para que no veamos lo que no debemos. Para que no nos veamos a nosotros mismos.