La realidad no es un delirio compartido

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Siglos ya de cultura occidental que por uno de sus ramales parece empeñada en enseñarnos a desdeñar la realidad… no puede ser bueno. A las alturas del vigente posmodernismo, casi resultaría obligado concluir que la realidad no es más que un sentimiento, una mera prolongación de nuestra subjetividad. Algo que el artista conceptual Joseph Kosuth venía a hacer explícito en esa representación que dejamos expuesta junto a estas líneas, en la que el objeto “silla”, su fotografía y su concepto, según queda definido en el diccionario, vienen a ser equivalentes en cuanto a su respectivo grado de realidad: los tres son construcciones mentales, creaciones del sujeto que las percibe; los tres vienen a dar respuesta al mismo concepto desde el que son generados: “silla”; y ninguno de las tres existiría sin la labor de construcción mental que los precede y origina. Para un miembro de una tribu primitiva, sin previo contacto con la civilización, ese mismo “objeto” podría ser interpretado, por ejemplo, como “conjunto de maderas apto para ser quemado y calentar”.

Idéntica es la propuesta artística de Magritte en el cuadro “Los dos misterios”, también reproducido junto a este texto, y que vendría a ser una ampliación de aquel otro que hizo famoso en 1928-29: “La traición de las imágenes (esto no es una pipa)”, que en este otro de 1966 quedaría incluido como contraste frente a una supuesta pipa objetiva. “El arte evoca el misterio sin el cual el mundo no existiría”, dejó dicho Magritte, reafirmando con ello la inconsistencia del mundo real: a través del arte merodeamos alrededor de esas realidades aparentes que aceptan estar ahí “afuera” sólo porque nosotros las creamos, pero que en sí mismas, como “objetos”, no tienen ninguna consistencia. De ello da otra prueba artística el mismo Magritte: su cuadro “Madame Recamier de David”, reelaboración de aquel otro del neoclásico Jacques-Louis David (ambos reproducidos aquí abajo), cara y cruz los dos de una misma “realidad”, virtualmente percibida en cada caso con unos años de diferencia. Año arriba, año abajo, ¿puede una realidad ser tan inconsistente como para, sin menoscabo, sustentar esas dos versiones (Madame Recamier viva y muerta respectivamente), la de David y la de Magritte, tan contrapuestas en el mundo de las apariencias? ¿Y qué diríamos de ese “Maestro de escuela” (un poco más abajo) del mismo Magritte, tan intercambiable con otras mil posibilidades de ser que oferta la “realidad”? ¿No podría tratarse, además de un “maestro de escuela”, de, por ejemplo, un cobrador del frac, un duelista a punto de volverse para disparar contra quien le retó, o un asesino en serie en busca de su próxima víctima? La mente, conjuntando variables (de las que también responde ella misma), es la que decide que “eso” es un maestro de escuela. El físico Heisenberg, con su Principio de Indeterminación pareció dar la puntilla al mundo real, al comprobar experimentalmente que el fenómeno eléctrico se ajustaba a dos modelos contrapuestos, como producido alternativamente por corpúsculos materiales y por ondas, según fuera uno u otro el presupuesto desde el que el experimentador partía en su experimento. “(Heisenberg) el más grande físico actual –decía Ortega– (...) Su ‘principio de indeterminación’ (...) se vuelve contra todo el cuerpo de la física y lo destruye (pues) proclama que el investigador, al observar el fenómeno, lo ‘fabrica’, que la observación es producción”. Así de poco, en fin, parece quedar para ser real, objeto, cosa en sí.

Pero empecemos a atajar cuanto antes el camino hacia posibles conclusiones perversas en el que nos hemos ido adentrando: todas estas constataciones tienden a estar infiltradas por un profundo malentendido, responsable de un generalizado sentimiento de extravío. Efectivamente, para empezar, algo de las cosas, del mundo externo, está hecho con aportaciones del sujeto; el mundo real, para serlo, debe a nuestra contribución (subjetiva) buena parte de lo que es. “Una parte, una forma de lo real es lo imaginario”, dice también Ortega. Pero aquello en lo que consiste nuestra aportación subjetiva forma también parte del objeto, de lo que no somos nosotros: es preciso un sujeto para que sea descubierto, pero también es real, en el sentido de que existe fuera de nosotros. “Las cosas se fundamentan en algo que yo poseo”, decía María Zambrano. Incluso, añadiría Ortega, “para responder a ¿qué son las cosas?, tengo que preguntarme ¿qué soy yo?”, porque “tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo”.

La realidad debe su ser, pues, a dos clases de aportaciones: una, la pone el objeto, la cosa en sí; la otra la pone el sujeto con su interpretación y su valoración. Pero que toda realidad necesite ser interpretada, no quiere decir que todo en ella sea interpretación, que todo sea “según el color del cristal con que se mira”: existe, está ahí afuera, y nuestra interpretación, si respeta su ser en sí (si no es un mero producto del delirio), lo que hace es descubrir algo que ella guardaba como potencia, y que sólo llega a aparecer si nosotros queremos que aparezca (si, como el Príncipe con la Bella Durmiente, nos decidimos a darle el beso amoroso que la despierte). Es lo que también decía Ortega: “Tal vez la visión amorosa es más aguda que la del tibio. Tal vez hay en todo objeto calidades y valores que sólo se revelan a una mirada entusiasta (...) Según esto, el amor sería zahorí, sutil descubridor de tesoros recatados”. Y en fin, concluyamos también con Ortega: “Hay un primer plano de realidades el cual se impone a mí de una manera violenta, son los colores, los sonidos, el placer y el dolor sensibles. Ante él mi situación es pasiva. Pero (…), erigidos los unos sobre los otros, nuevos planos de realidad, cada vez más profundos, más sugestivos, esperan que ascendamos a ellos, que penetremos hasta ellos. Pero estas realidades superiores (…) para hacerse patentes nos ponen una condición: que queramos su existencia y nos esforcemos hacia ellas (…) La ciencia, el arte, la justicia, la cortesía, la religión son órbitas de realidad que no invaden bárbaramente nuestra persona como hace el hambre o el frío; sólo existen para quien tiene voluntad de ellas (…) Si no hubiera más que un ver pasivo quedaría el mundo reducido a un caos de puntos luminosos”. Desde la ciencia hasta el arte o la política, contienen todas ellas verdades (verdades “objetivas”) que no son asequibles a una mirada pasiva: hay que construirlas, hay que poner a trabajar, a “crear”, a nuestro interior (a nuestros conceptos, a nuestras formas de mirar) para que aparezcan. “Que no pasa ná, diría José Mota, pero estar, están”.
Incluso pretender que la realidad sea sólo lo que captan nuestras impresiones sensoriales, excluyendo de ellas nuestras interpretaciones o nuestras valoraciones, es falsear la realidad. Lo que vemos y lo que oímos no es la realidad: “Lo visto, lo oído tiene valor meramente por lo que en ello hay de alusión a ese fermentar secreto, a esa latente trayectoria de que lo sensible no es sino un estadio” (Ortega). Y si pretendemos excluir de la realidad lo que ella nos debe, sólo quedaría ante nosotros, como Kant decía, “un caos de impresiones”.

Ayer estuve viendo la película “El topo”, de Tomas Alfredson. Entenderla es como intentar construir un puzle de cinco mil piezas al que le faltan cuatro mil quinientas. Consecuente con la conclusión de que la realidad es “un caos de impresiones”, el posmoderno director no se siente obligado a conducirnos a través de esos objetos narrativos auténticamente reales que, para ser descubiertos (para ser comprendidos), necesitan amoldarse a la construcción subjetiva previa que los estructura según una secuencia que en esquema consiste en presentación, desarrollo de la trama y conclusión. En la película, piensa Alfredson, esto no es necesario: con exponer diferentes fragmentos, impresiones, atmósferas, sin apenas preocuparse de que el espectador pueda organizar las piezas sueltas según esa interpretación (evidentemente originada en lo subjetivo) que superpone a ellas el “antes” y el “después”… cree haber cumplido suficientemente su papel. Incluso los gestores de la posmodernidad puede que le den algún que otro premio: la “interpretación” (¿?, ¡!) de los actores es genial. Pero, ¡maldición!, estoy hasta las narices de que me pillen desprevenido estos autores posmodernos: a mí, que me avisen. Yo, cinco minutos después de que empezara la peli, ya sabía que me la habían vuelto a meter doblada, y rellené con bostezos y furtivas miradas al reloj las dos horas largas del coñazo en forma de película que me tragué.