La rebelión de los gigantes

Por Apuleyo3

Enfurecidos porque Zeus había encerrado a sus hermanos los Titanes en el Tártaro, ciertos gigantes, altos y temibles, tramaron un asalto a los cielos. Habían nacido de la madre tierra en Flegras, lugar de Tracia, y eran veinticuatro en total.
Sin previo aviso agarraron rocas y tizones, y los arrojaron hacia arriba desde las cimas de sus montes, poniendo en peligro a los olímpicos. Hera profetizó que los Gigantes jamás morirían por mano de alguna deidad, sino únicamente por la de un solo mortal, vestido con una piel de león; y que incluso éste no podría hacer nada a menos que los dioses se anticiparan al enemigo en su búsqueda de cierta hierba de invulnerabilidad, que crecía en un lugar secreto de la tierra. Inmediatametne Zeus fue a pedir consejo a Atenea; luego la envió a avisar a Heracles, el mortal con la piel de león, y prohibió a Eos, a Selene y a Helio que relucieran durante un tiempo. Bajo la luz de las estrellas, Zeus se puso a buscar a tientas, encontró la hierba, y logró llevarla a los cielos.
Los olímpicos ya podían trabar batalla con los gigantes. Heracles soltó su primera flecha contra Alcineo, el jefe del enemigo. Alcineo, cayó, pero volvió a ponerse en pie de un salto, porque aquella era su tierra natal de Flegras.
- ¡Rápido! - exclamó Atenea -. ¡Arrástralo a otro país!
Heracles cogió a Alcineo y lo arrastró hasta el otro lado de la frontera tracia, donde lo despachó con una maza.

Seguidamente Porfirión entró en los cielos dando un gran salto desde la alta pirámide de rocas que los gigantes habían amontonado, y ninguno de los dioses logró mantenerse firme. Se abalanzó sobre Hera con la intención de estrangularla, pero una flecha disparada por Eros le hirió en el hígado, y cambió su cólera por lujuria. Zeus, al ver que su esposa estaba a punto de ser ultrajada, derribó a Porfirión con un rayo. El gigante se puso en pie nuevamente, pero Heracles, que regresaba en el momento oportuno, le hirió de muerte con una flecha. Mientras tanto Efialtes había golpeado a Ares hasta ponerlo de rodillas, pero Apolo hirió al infeliz en el ojo izquierdo y Heracles le clavó otra flecha en el derecho. Así murió Efialtes.
Y sucedió que, cada vez que un dios hería a un gigante, era Heracles quien tenía que asestarle el golpe mortal. Las diosas Hestia y Deméter, amantes de la paz, no participaron en el conflicto y observaban consternadas retorciéndose las manos.
Sintiéndose desalentados, los demás gigantes huyeron de nuevo a la tierra, perseguidos por los olímpicos. Atenea lanzó una enorme jabalina contra Encélado que lo aplastó por completo y se transformó en la isla de Sicilia. Y Posidón partió un trozo de la isla de Cos con su tridente y lo arrojó contra Polibotes; esto se convirtió en la cercana isla de Nistros, bajo la cual está enterrado el gigante.
El resto de los gigantes opusieron su última resistencia en Batos, cerca de Trapezunte, en Arcadia. Hermes, después de tomar prestado el casco de invisibilidad de Hades, derribó a Hipólito, y Ártemis atravesó a Gración con una flecha, mientras que, con sus manos de mortero, las Parcas rompían de Agrio y Toante. Ares, con su lanza, y Zeus, con su rayo, se encargaron entonces de los demás, aunque llamaron a Heracles para que despachara a cada gigante cuando caía.
Del libro:
Graves, Robert. Los mitos griegos, Ed. Ariel, Madrid 2004.