Se pasea Atenea por los pulidos suelos de “El Hechizo” como una diosa entre los mortales, ostentando belleza y palmito para apetito de los seres carnales que la observan fascinados. Es su momento y lo sabe; lleva toda la tarde interpretando su papel, preparando el escenario para convertir el deseo en una cita ineludible. Arturo estará allí, sin duda, su caballero de brillante armadura y apostura apolínea. Bizarro, gallardo, un mesías entre sus acólitos. Para él se ha coloreado el rostro, pintando brillos de colores, purpurina y sombra de ojos, pintalabios carmesí y retoques de cabello dorado que se encrespan y ondulan como un océano áureo destinado a barnizar la dermis de las diosas.
A su cuerpo escultural se ciñe un vestido de raso del color del vino. Aromas frutales exudan su piel atezada, el color esmeraldino de sus ojos es el puerto donde atracan sus amantes, moscones aturdidos que revolotean en derredor, suplicando miradas, una breve conversación, una amistad incipiente que, acaso, derive más adelante en pasión encendida y eterno amor.
“La reina de la noche”, así la llaman, así la invocan sin descanso en sesiones interminables de sueños salaces quienes pretenden que la dama de belleza exquisita y ademanes de princesa repare en su presencia insignificante y sus conversaciones hueras.
Es un ritual; un torneo, una competición de fondo para decidir quién saldrá cogido de la mano de la mujer más hermosa que jamás ha existido. Se pasea Atenea como un trofeo que se exhibe para jactancia de su ensoberbecido poseedor. Baila, susurra, se contonea y se pasea ante un tribunal de babosos lujuriosos. Bebe con moderación, se ríe sin motivo, finge interés y gran sapiencia cuando quiere Atenea fusionar su belleza con parámetros de profunda cavilación y metodología. Sus errores mayúsculos, sus patinazos y dislates constantes desnudan a la mujer que suspira por sí misma y da gracias a la vida por concederle el capricho de una genética perfecta. Ellos la perdonan. No buscan anidar en su alma ni confabularse con sus pensamientos: sólo buscan su cuerpo, que es como el fruto prohibido del paraíso privado de unos pocos elegidos.