Director: Edgar G. Ulmer
1949
Italia/EEUU
91 min.
Fotografía: Anchise Brizzi
Música: Nino Rota
Guión: Sidney Alexander
Reparto: Louis Hayward, Mariella Lotti, Massimo Serato, Binnie Barnes, Mikhail Rasumny, Alan Curtis, Virginia Belmont
Es imposible resistirse al encanto de una película que comienza con un circo actuando en la cubierta de un majestuoso barco tomado por payasos, equilibristas y acróbatas durante el cual ya se despliega una asombrosa capacidad para envolver al espectador en un mundo romántico que esconde las estrecheces presupuestarias entre los pliegues de un despliegue de figurines suntuosos, enérgico movimiento y seductora frivolidad. Edgar G. Ulmer (aquí un fenomenal artículo sobre tan peculiar autor en relación a esta misma realización) ya deja claro en este breve prólogo las coordenadas estéticas y conceptuales en las que se va a mover El pirata de Capri, una fantasía acariciada más que encuadrada, ribeteada de emoción, humor y ligereza aparente y atravesada de parte a parte por un discurso muy atractivo y una resolución sofisticada a cerca de la ficción, el fingimiento y la misma puesta en escena llena d
Queda establecido, por tanto, lo que es El pirata de Capri y lo que oculta bajo una primera máscara de ligero film aventurero de capa y espada con empuje antitotalitario. El circo como substanciación del juego, la mascarada como representación de la actuación, del fingimiento, del cine mismo. Los artistas no son artistas sino piratas y los piratas no son piratas sino revolucionarios. El Capitán Sirocco es un mito con antifaz que oculta al Conde Amalfi, que a su vez solo es otro disfraz del Amalfi auténtico, quien no es exactamente ninguno de los dos anteriores. Pirata, cortesano, revolucionario.
Héroe de folletín integral, beneficiado por la excelente interpretación de Louis Hayward (repitiendo un año despues con el director tras el atmosférico melodrama Ruthless), prodigio de modulación vocal y gestual (el actor ya tenía experiencia en el asunto de los dobles pues había sido El hombre de la máscara de hierro en la versión de 1939 dirigida por James Whale e incluso el hijo de El Conde de Montecristo en 1940 y Edmond Dantes mismo en 1946, amén del primer Simon Templar, “El Santo” en 1938) y modelado según dos claros precedentes, la Pimpinela Escarlata de la baronesa Orczy como precursora de este personaje largamente continuado (de El Zorro a Batman, sin ir más lejos), de quien se reutiliza la doble personalidad como petimetre y valeroso aventurero y el Scaramouche de Sabatini, con su constante recurso a la actuación y al fingimiento. Así el film de Ulmer recoge las influencias de la adaptación que sobre la primera obra realizara en 1934 Harold Young para Leslie Howard (quien recuperaría el papel en una actualización de 1941 “Pimpernel” Smith, dirigida por él mismo y localizada entonces en la IIGM) y antecede en no pocos aspectos a la maravillosa Scaramouche de George Sydney con aquel insuperable Stewart Granger de 1952. En ambas, además, el duelo final tiene lugar sobre un escenario, exponiendo de manera realmente sofisticada su esencia como “puesta en escena” de una historia imposible.
Más allá de la propia diversión que garantiza el film, de este discurso sorprendentemente elaborado, asombrosamente natural sobre el mismo medio, sobre la propia ficción, El pirata de Capri presenta otra característica más, de carácter histórico pero que determina también no pocas de sus particularidades como película: la italianidad.
Ulmer sintetiza ya aquí ingredientes básicos (industriales, tonales,…) de la serie-b de la que el director procedía y no pocas de las características estéticas/conceptuales del futuro cinema bis. La italianidad del film y su prefiguración del cine de género en Europa presenta el esquema, los puntos clave, de lo que vendrá a través de la exacerbación de dos elementos clave: la violencia y el erotismo. Como se haría a partir de la eclosión de los 60, se da más de lo que los americanos daban. Así el villano Hosltein tortura mujeres a las que se les abre la camisa descubriendo hombros y escote de modo marcadamente sádico, prácticamente fetichista. El héroe, por su parte no tiene problemas en dispara a quemarropa, quemar la cara de uno de sus atacantes con una antorcha, atravesar a su antagonista lanzándole la espada o torturar a su vez al capitán del barco capturado atándolo a una barca y sumergiéndolo en el agua una y otra vez.