—¿Puedo ya limpiar el descansillo agente? —pregunta la Reme.
El policía mira de soslayo a la anciana. Cargada con balde y fregona parece mantener a duras penas el equilibrio.
—Sí, creo que aquí ya hemos terminado.
—Buenas noches, José —me dice inclinando leve la cabeza—. Ya ve, otro baile. ¿Sube usted?
—Sí, es tarde.
—Hasta luego y que tengan buena noche —dice al agente—. Ese —señala con la barbilla el furgón del forense— ya no les causará ningún problema.
Toma las llaves de la portería, y cojeando con la pierna izquierda, sube el primer tramo. Yo la sigo. Mira ensimismada la puerta verde donde vivió Toñi, la minifaldera entrada en carnes que cada noche daba un portazo y descendía taconeando hasta el portal. El acompañante distinto.
—Zorra —susurra para sí, ajena a mi presencia.
En el segundo tramo descansa frente al número 3. El joven estudiante se dejaba ver poco de día. Al caer la noche una tribu de vampiros vestidos de negro, subían y bajaban.
—¿No notaba usted ese extraño olor que se escapaba al abrir la puerta? —murmura mientras me clava la mirada escrutadora.
Los pies le duelen cuando alcanza el último tramo. Deja en el suelo el balde y agita la fregona para retirar los restos de sangre.
—Hasta mañana, José.
—Hasta mañana, Reme.
Cierro la puerta y respiro profundo. Hace días todas mis pertenencias duermen en cajas, preparadas para el traslado. Solo resta firmar mañana el nuevo contrato. Me considero un hombre normal. Como, duermo, trabajo. Pero he evitado comentarle a Reme mi relación con una colega del trabajo. Está casada. Pero tal vez en la mente de mi portera ese no sea un detalle baladí. ¿Quién sabe?
Texto: Paloma Bermejo Sanz
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