Marsilio de Padua en 1324 subrayó que los major pars (los muchos) debían elegir al valentior pars (el más capaz), para los asuntos comunes que atañen a la comunidad.
La representación política constituye un tema clásico de la política, y de la ciencia política. Históricamente, la representación se desarrolló al hacer frente a su dilema esencial: ¿representante de qué y de quienes?. Y las respuesta fueron múltiples: de intereses dinásticos, empresariales, oligárquicos; de opiniones, de grupos sociales, territoriales, de clase, de grupos étnicos, religiosos, de gremios profesionales. Todo ello ha entrado en el debate de la representación política.
La idea de la representación política, en efecto, no fue un invento de los demócratas ni de la ilustración, comenzó como una institución medieval de los gobiernos monárquicos y aristocráticos. Inglaterra y Suecia fueron escenario de las primeras asambleas convocadas por los nobles para tratar las más cruciales decisiones del Estado: la recaudación de impuestos, las guerras y aún, en casos críticos, las sucesiones en el trono.
Originalmente, las Cortes, los Consejos Reales, los Estados Generales, resultaban ser órganos representativos “orgánicos” es decir, estamentales, reflejo de la sociedad feudal: una parte representaba a la nobleza, a la iglesia, a los poseedores de tierra, y otra a los artesanos y mercaderes. Era un tipo de representación típicamente corporativa, y que asumía en el fondo, que no todos los hombres eran iguales y que su peso relativo en el órgano representativo tendría que ser claramente diferenciado, dada su pertenencia a una clase o estamento.
La transformación social y económica de las sociedades europeas en los siglos XVII y XVIII cambió también la idea de la representación. El manifiesto de los Whigs ingleses, se refería a una representación “más completa de los intereses del pueblo…de los terratenientes, de las clases mercantiles y profesionales del país…de la Corona, de los privilegios de la nobleza, de los intereses de las clases inferiores, de las colonias, de las Indias orientales, occidentales, de las grandes corporaciones”.
Esas presiones y esas nuevas concepciones cambiaron también la idea de la representación política y por tanto obligó a reconsiderar la composición de las asambleas, los parlamentos y de todo el sistema electoral. Así, los políticos ingleses de los siglos XVII y XVIII fueron los primeros en hacerse cargo, teórica, pero sobre todo prácticamente, de las cuestiones fundamentales de la operación de la democracia y de la república. Los llamados “niveladores”, al elaborar sus exigencias de la ampliación del sufragio a todo el pueblo y de la necesaria sensibilidad del gobierno ante las necesidades de un electorado más amplio, fueron los primeros en prefigurar el desarrollo de la idea democrática de la representación política. En palabras de Robert Dahl, la representación política es un “invento” que vino al rescate de la democracia: le dio los instrumentos para ampliarse, arraigarse y poder sobrevivir.
Ese “invento” tuvo que desplegarse luego de arduos debates y no obstante la oposición de célebres detractores. En el Contrato Social (1762), Rousseau ataca fuertemente la idea de la representación por considerar que “expropia” la voluntad del pueblo “hay un abismo entre el pueblo libre haciendo sus propias leyes y un pueblo eligiendo sus representantes para que éstos les hagan sus leyes” Montesquieu, sin embargo, aseguraba en el Espíritu de las leyes (1748) que en un Estado de gran tamaño, como el inglés, resultaba imposible que los individuos se reunieran en un cuerpo legislativo, que era indispensable “escoger representantes que hicieran lo que ellos no podían hacer por sí mismos”.
La política misma resolvió el debate a favor de Montesquieu: bastó una generación para que la idea de la representación política fuera ampliamente aceptada por demócratas y republicanos como una solución que convertía a la democracia, de una doctrina apropiada para ciudades-Estados relativamente pequeños, en una realidad política practicable en grandes naciones, propias de la edad moderna.
Para muchos de los grandes políticos de la época, la amalgama entre representación y democracia les pareció un invento maravilloso. Para Destutt de Tracy (un autor muy influyente lo mismo para Jefferson que para Madison) “La representación, o gobierno representativo, debe ser considerada un nuevo invento…es la democracia que se ha vuelto practicable durante un largo periodo y un vasto territorio.
John Stuart Mill (en 1861) fue todavía más entusiasta: “ el sistema es el gran descubrimiento de los tiempos modernos, donde podemos encontrar la soluciones a las dificultades especulativas y prácticas de la democracia”. Las generaciones de políticos liberales y demócratas del siglo XIX (desde Mill, Sieyes, hasta Madison y Jefferson) habían llegado a una conclusión radical: resultaba obvio, que la democracia no podía cobrar otra forma que la de democracia representativa.
Otro quiebre histórico se había escenificado en Inglaterra en 1774, en el famoso alegato en contra del “mandato imperativo”, que era defendido fuertemente por los intereses de los terratenientes en el Parlamento. Edmund Burke combate la idea de representantes que recogían y planteaban los intereses directos de clases, gremios, corporaciones o estamentos (la llamada representación orgánica), combate la concepción según la cual el representante elegido es un mero agente sujeto a las instrucciones precisas e inamovibles de sus representados, e impele a entender a los representantes como portadores también de los intereses generales de la nación.
Burke es el personaje pionero de ese cambio en la noción de la representación; en su discurso a los electores de Bristol afirmó que: “El Parlamento no es un Congreso de embajadores de intereses diversos y hostiles que cada uno debe sostener como agente y abogado contra otros agentes y abogados. El Parlamento es la asamblea deliberativa de una única nación, con un solo interés, el de la comunidad…en ella no deben prevalecer los objetivos ni los prejuicios locales ni estamentales sino el bien general que deriva de la razón general.
Así entendida, la representación no se debe a un grupo en particular sino que se debe a la nación; para esta idea clásica, liberal, la representación emana de individuos “libres e iguales”: en el proceso electoral, en el proceso de selección del representante, el mercader es igual que el artesano y el noble es igual al campesino. Las elecciones son un instrumento unificador frente a una sociedad dividida, no refuerzan las divisiones sino que las atenúan y las compensan.
Este planteamiento resultó extraordinariamente importante para la expansión y la profundización de la vida democrática. La representación política dejó de ser un mecanismo de transmisión y un vehículo para que la diversidad social exprese sus intereses y sus visiones particulares. La representación se convirtió también en un instrumento de construcción de la ciudadanía política. El Estado se convierte en un instrumento unificador frente a una sociedad dividida, porque el Estado reconoce únicamente a ciudadanos individuales, sin atención a su condición económica, racial, social o religiosa.
Las leyes electorales y los sistemas de representación ya no se propusieron de hecho reflejar, en un cuerpo deliberante, a la realidad social, reproduciendo simplemente su división interna. La representación política se propuso entonces negar esa división, igualando políticamente a los representados y a los representantes, y dando vida a algo completamente nuevo: la representación política que emana de la ciudadanía..
De tal suerte que el individuo y la nación se convierten en los valores fundamentales del proceso: los representados ya no son los estamentos o las corporaciones, sino individuos, iguales entre sí, con intereses particulares, pero ligados todos por un interés compartido, el de la nación.
Como escribió E. Hobsbawm, “…históricamente, la evolución de las sociedades modernas, de sus instituciones y hábitos, tuvo como su vehículo a los procesos electorales y a la construcción de la representación política”. Su expansión y “naturalización” ha sido uno de los factores principales de la modernización social europea -y luego mundial- al menos desde la mitad del siglo XVII. “Basta con mirar uno de los presupuestos clave: el reconocimiento, ampliación y respeto al sufragio entre ciudadanos con iguales derechos, para constatar que en torno a él se ha jugado buena parte de la evolución política moderna en todo el mundo.
Por eso, la representación política está asociada también al desarrollo del Estado-nación: la celebración de procesos electorales a escala nacional, esto es, más allá de la ciudad o de la ciudad-Estado, fueron un instrumento importante de unificación política. “La primera Constitución escrita de la democracia moderna” –como la llama Huntington– el Fundamento de Orders en 1638, tuvo como una de sus premisas esenciales la unidad política de los ciudadanos de la ciudad de Hartford con sus pueblos vecinos, mediante la celebración de elecciones que conformaban un cuerpo representativo común.
Recapitulando: hemos visto que la representación política tiene sus raíces más fuertes en la revolución norteamericana y en la francesa, no obstante, la aparición de instituciones y de procedimientos democráticos operables, es un fenómeno propio del siglo XIX. Huntington ha propuesto el año de 1828 como el de la instauración de las primeras instituciones democráticas, el año de inicio de la “primera ola democratizadora”, es decir, el año en el que por primera vez se cumple regular y establemente, una de las condiciones democráticas esenciales: un Poder Ejecutivo responsable que debe mantener el apoyo de la mayoría en un Parlamento representativo elegido mediante elecciones populares periódicas.
La conexión política entre la esfera del gobierno y de la sociedad produce un gobierno representativo, es decir, un gobierno electo; al elegir, la sociedad delega también la capacidad de decidir sobre los asuntos públicos. Por eso es que G. Sartori señala que la importancia del gobierno representativo es “consecuencia de dos presupuestos de la teoría liberal: la distinción entre sociedad y Estado y la afirmación sobre el carácter delegado de la autoridad política.
Pero la teoría de la representación política fue más allá. No solamente se consideró una solución técnicamente necesaria ante la imposibilidad física de reunir a los ciudadanos para deliberar y decidir los asuntos públicos; al contrario, la teoría democrática vio al gobierno representativo como un sistema político esencialmente superior a la democracia directa de Rousseau.
En “El Federalista”, Madison afirma que la representación tiene como efecto “refinar y ampliar las visiones públicas pasándolas por un medio, un órgano elegido de ciudadanos, cuya sabiduría los capacita a discernir mejor los verdaderos intereses de su país…haciendo menos probable sacrificar las decisiones a los humores temporales o a consideraciones parciales”.
Sieyes, subraya otro aspecto ineludible: la cantidad y la complejidad de los mismos asuntos públicos reclaman especialización, capacidades y destrezas propias. La representación se ha ganado un lugar dentro de la división social del trabajo, “en las condiciones de las sociedades comerciales modernas”. En el tipo ideal de la democracia roussoniana los ciudadanos gozan de los conocimientos, del tiempo y de la disposición para asistir a las asambleas de deliberación de los asuntos públicos; pero en la visión práctica, histórica de Sieyes eso no puede ocurrir: los representantes son al mismo tiempo los más interesados en intervenir en la deliberación de los asuntos comunes. Decía Sieyes: “El interés común, la mejora misma del estado de la sociedad clama que hagamos del gobierno una profesión especializada”; para esta visión el gobierno representativo no es un mal menor al que debemos resignarnos, sino una forma superior de la democracia, más funcional, de mayor calidad y que por ello la hace más durable.
La institución central de la democracia representativa es precisamente la elección, el proceso electoral, el acto mediante el cual se selecciona a los representantes y merced al cual el poder y el gobierno emergen desde el pueblo: con la decisión de los electores.
La progresiva eliminación de las corporaciones y los estamentos como universos de los cuales emana la representación, trajo otro cambio de gran envergadura: los Estados, los sistemas políticos, necesitaban nuevos canales mediante los cuales se pudiera organizar, por un lado, la participación y la representación territorial, y por el otro, la discusión y la decisión parlamentaria. Es decir, las nuevas condiciones del gobierno representativo trajeron la necesidad de los partidos políticos.
Las recurrentes elecciones y el necesario juego parlamentario impusieron la necesidad de integrar partidos: para que los electores pudieran contar con referentes conocidos, estables, y para que la deliberación en los parlamentos adquiriera también un orden y un horizonte nacional. Los partidos políticos y su legalización se convirtieron así en un complemento indispensable, “un mecanismo de integración política y de mediación social característico del principio de representación.
Estados Unidos fue el primer país que reconoció legalmente a los partidos políticos, en 1866. Los estados de California y Nueva York dispusieron leyes especiales para normar el procedimiento que los partidos debían seguir en la elección de los candidatos y en la designación de candidatos.
Fue así como surgió un modelo de representación totalmente distinto al que imaginó la democracia liberal en el siglo XVIII: los candidatos asisten al proceso electoral con un programa y gracias a la empatía con la organización que lo sustenta. Conforme al ideal de la representación política moderna, las organizaciones partidistas deben estar situadas encima de las personalidades y de los grupos de interés, deben elaborar programas globales, deben agregar intereses y ver no sólo por sus representados directos sino por la sociedad en su conjunto.
Originalmente, los procesos electorales no determinaban la orientación del gobierno, en tanto su función era la de elegir cuerpos que controlaran las decisiones financieras de las monarquías. Progresivamente, una tras otra, las facultades decisorias fueron trasladadas a las autoridades electas, sobre todo en materia fiscal; la consigna maestra de la Revolución Norteamericana “no taxation without representation” (no habrá pago de impuestos mientras no exista la representación política correspondiente) expresa la demanda por trasladar a los órganos electos decisiones claves para la vida de la comunidad. En la medida en que la participación democrática se afianzó, el gobierno, la capacidad de tomar decisiones, se depositó cada vez más en los órganos representativos, ganados mediante los procesos electorales.
De esa manera, llegamos finalmente a la última ventaja, una de las más importantes, del gobierno representativo: erige un mecanismo de control del poder, de los actos y de la gestión del gobierno. Es Stuart Mill quien vuelve a argumentar: la forma de “gobierno ideal” es aquélla que posibilita que el “pueblo ejerza, a través de sus diputados periódicamente elegidos por él, el poder de control último. El diseño del gobierno representativo permite esa función esencial: establecer contrapesos al poder gubernamental, propiciar que las minorías, representadas en el Parlamento, puedan incidir en la vigilancia del poder y en la elaboración de las decisiones.
Un sistema representativo, junto con la libertad de expresión, de prensa y de reunión, tiene ventajas especiales: proporciona un mecanismo mediante el cual los poderes centrales pueden ser observados y controlados; establece un foro que actúa como espacio para ventilar, apoyar o controvertir las decisiones del gobierno. En pocas palabras: la representación y sus instituciones hacen posible la limitación del poder, y esa es una virtud radical de la democracia representativa, que la democracia directa no posee.
En su desarrollo, la representación política ha tenido que resolver varios dilemas, uno de los más estudiados es de tipo cuantitativo y solo aparentemente técnico: bajo qué reglas se designa a aquellos ciudadanos a los que la comunidad encomienda responsabilidades de gobierno, las reglas de la representatividad.
Es un debate que se remonta al siglo XIX (y aún, al siglo XVIII, cuando Mirabeu, Birda y Condorcet, en la asamblea francesa, se plantearon el problema del recuento matemático de los votos). Dos grandes vertientes se han abierto desde entonces: la representación mayoritaria y la representación proporcional, ambos son los criterios inspiradores de todas las fórmulas vigentes hasta el día de hoy. El primero, que intenta rescatar la lógica del mandato de la mayoría y la otra, que intenta colocar todas las posiciones y los intereses, de acuerdo a su arraigo social, en los órganos de representación. La polémica más célebre acerca de las ventajas y desventajas de uno y de otro, fue protagonizada por Walter Bagehot y John Stuart Mill, en Inglaterra a mediados del siglo XIX.