Por Mariano Quiroga
¿Por qué tienen que conectar el oxígeno para intentar salvarle la vida al padre o abuelo de ese que quiso salir a pasear, a airearse, a comprarse una camisa nueva? ¿En serio hay que ocupar una cama con la señora que obligó a su mucama a desarmarle la valija cuando volvió de su enésimo viaje?
¿El terapista deberá voltear cada cuatro horas al entubado que con desdén dijo que “todos formaban parte de la plandemia”, que iban a controlar a la sociedad con un chip en una vacuna con fetos de abortos? ¿El enfermero deberá tomarle las muestras de sangre a los que sucumbieron a la tentación de comer un asado entre amigos, de hacer un baby shower o festejar un cumpleaños a escondidas?
Admiro a esta gente. Los que vienen soportando desde hace añares que se los prepotee en las guardias, que trabajan administrando las carencias y salvando vidas del abandono colectivo. Admiro que sepan aceptar que se agradezca a un Santo y no al equipo médico por una operación exitosa; y al mismo tiempo se los trate de linchar por el fracaso.
Admiro que sigan cumpliendo sus horarios, sus rutinas, sus protocolos. Que continúen explicando a quienes se crucen que no se automedique, que no coman vidrio, que mantengan los cuidados. Y se levanten cada vez que les gritan que “es todo una farsa”, que “igual se iban a morir”, que “los están matando ellos”.
Admiro la templanza, el humanismo y el compromiso con la especie que tienen estos trabajadores de la salud que se han convertido en la reserva moral de una sociedad que está aletargada y no sabe si dejarse llevar por el miedo, la desazón, el nihilismo o la esperanza. Dejen de mirarse el ombligo y sigan el ejemplo de los que van de blanco. Es por ahí.