La resistencia, Samanta Schweblin

Publicado el 19 octubre 2022 por Kim Nguyen

Me fascina el poder de invocación de las palabras. Decir, por ejemplo “no hay una tetera sobre la mesa”, y sin embargo forzar así a la gran mayoría de este auditorio, no solo a elegir una tetera, sino a hacer el esfuerzo, casi imposible, de tener que hacerla desaparecer. Así de peligrosa es la imaginación, así de poderosa.

Imaginen que están en la playa con mamá y papá. ¿Qué ven? ¿Qué edad tienen? ¿Qué objetos los rodea? ¿En qué momento del día están? ¿Qué están haciendo? Hace tiempo que pienso alrededor de este ejercicio simple, voy probándolo en talleres y seminarios de escritura creativa. Al principio, hacíamos este ejercicio en voz alta: los participantes levantaban la mano y contestaban uno a uno estas preguntas. Enseguida me di cuenta de que lo que descubrían los asustaba, los intimidaba tanto que algunos empezaban a mentir, y en cuanto entendían lo que estaba ocurriendo cambiaban sus resultados. Así que para capturar sus primeras impresiones sin que luego las tergiversen, ahora pido que en lugar de decir lo que ven, se tomen un minuto y lo dibujen. Cuando vemos los dibujos, ya no hay tiempo para cambiar de opinión. La inmensa mayoría -a veces incluso todos los participantes-, dibuja una línea para dividir el mar de la arena, con unas olas del lado del mar y un sol arriba. Se dibujan pequeños, como si tuvieran entre 4 y 10 años, dibujan sombrillas y pelotas. Todos los que dibujan baldes, dibujan al lado una pala. Más de la mitad arriesga alguna toalla en el piso o incluso alguna nube. Y a todos los asusta el resultado, casi diría que los paraliza. Igual que en las mejores historias, por un momento se quedan suspendidos.

Descubrirnos predecibles, pensarnos poco originales, es una sensación desoladora. Incluso hay alumnos que asumen que hay algo que hicieron mal. Pero, ¿y si este ejercicio viniera a demostrar todo lo contrario y no hubiera nada, absolutamente nada que hubiera salido mal?

La literatura “sucede”. Una novela, un cuento, adentro de un libro cerrado, es un texto muerto, ideas más o menos extraordinarias que no “le pasan” a nadie. La literatura “sucede” durante la lectura, y estoy convencida de que es algo que sucede de a dos. Está el que escribe, y está el que lee, si alguno de los dos está ausente, no hay literatura. No es una idea poética, es un suceso sobre el que quiero pensar de la forma más práctica y concreta posible.

La literatura sucede en un tiempo determinado, como por ejemplo, lo que tardo en decir una oración. Durante ese tiempo cada palabra tiene un impacto preciso en la cabeza y en el cuerpo del lector. Sucede al ritmo de un baile de a dos: un paso el escritor, un paso el lector. Y la principal regla del baile es la misma que en la escritura: se baila de a dos, pero sin pisarse.

Si yo escribo: “Estoy en la playa con mamá y papá”, y ese es mi primer paso, el lector va a dar el segundo paso invocando todo lo que hemos estado dibujando sobre el papel. No está mal ese “lugar común” hacia el que tendemos, es parte de la fuerza inicial que invoca la imaginación. El escritor induce un movimiento previendo no solo lo que se leerá sobre el papel, sino también, sobre todo, intuyendo el gesto que provocará en el lector. Forma parte del baile, es cuando el lector hace su movimiento, y siente que el escritor lo acompaña -y no a la inversa-, cuando ocurre la magia de la imaginación y la lectura.

Si a continuación de “estoy en la playa con mamá y papá”, el escritor escribe “el sol está muy fuerte y trajimos sombrilla”, entonces acabo de pisar al lector. No digo que esté mal, puede surgir un gran cuento de esta combinación, no hablo de sentido ni de argumentos. Lo que quiero marcar es algo más sutil, pero que creo poderosísimo. Lo llamo “resistencia”.

Ahora voy a cambiar la segunda parte de la frase. No va a pasar nada espectacular, o sí, pero no en la frase: presten atención a lo que pasa en sus cabezas y en sus cuerpos; esta vez, préstense la atención a ustedes.

Podría decir, por ejemplo:

“Estoy en la playa con mamá y papá. Es de noche, está nevando, papá acaba de cumplir sus ochenta”.

Eso que sintieron, esa resistencia, es el roce entre la tendencia que cualquier texto genera en nuestras cabezas, y algo nuevo que se impone. Para imponer eso nuevo, el escritor cuenta con su propio lugar común, que es muy parecido al nuestro, pero luego toma distancia avanzando un poco más allá. Pisa cerca del lector, pero no exactamente donde hubiéramos esperado. Avanzan juntos en la tendencia, en la intuición de hacia adónde van, pero no es el movimiento ni de uno ni de otro, sino el resultado de esa resistencia.

–¿Cómo usan los baños públicos? –les pregunté una vez a mis alumnos.

Digamos que están parados frente a los cubículos: tres a la izquierda, tres a la derecha, quieren un baño limpio, como todo el mundo, ¿cuál eligen? Nos detuvimos a pensarlo. Descartamos los dos que tenían la traba rota, descartamos el que no tenía luz, el que no tenía papel, el que tenía el piso sospechosamente mojado, y elegimos el que quedaba. Es decir que ese baño que estamos usando, es el baño que probablemente hayan elegido todos los estudiantes durante todo el día, y el que se seguirá usando el resto del día, es decir, el baño más sucio. Probablemente, el baño sin luz ni papel y con la traba rota, esté impecable desde el día anterior.

El problema no es el lugar común, el problema es que muchas veces, incluso cuando intentamos salirnos de la norma y optar por decisiones más originales, quedamos atrapados en nuestro propio lugar común, que se parece un poco al de todos. No sé si está mal, no sé si está bien. Pero estoy convencida de que, más allá de las historias, de los personajes o de la musicalidad de un narrador, hay algo en este baile que ocurre entre el que escribe y el que lee, en esta resistencia donde también hay dos impulsándose y desafiándose, hay algo ahí que nos despabila. Que nos saca de ese lugar común. Que nos alarma en el mejor de los sentidos y nos obliga a pisar cerca de donde pretendíamos pisar, pero no exactamente donde queríamos: nos fuerza a poner verdadera atención. Estoy convencida de que es ahí donde la magia sucede, en ese constante ejercicio de intuición de parte del que escribe, y en esa entrega al roce, a la sorpresa, de parte del lector. El salto que damos entre palabras es tan magnífico porque no es ni del escritor ni del lector, es un salto con el otro. De a uno solo, no hay literatura.

Samanta Schweblin
Un paseo por la imaginación del lector
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Foto: Samanta Schweblin