La resurrección de la carne y un acto de prestidigitación intelectual del siglo III

Por Leandro Tejerina @LeandroTeje

Mañana comienza uno de los períodos litúrgicos más importantes para el mundo de la cristiandad: Semana Santa. Una serie de días que va desde el domingo de ramos hasta el domingo de gloria en que se celebra la resurrección de Jesucristo. No podíamos dejar de dedicarle unas líneas a un tema tan relevante desde lo intelectual.

El cuarto tratado del códice I de Nag Hammadi (Codex Jung) se encarga de la resurrección de la carne, uno de los temas más espinosos del cristianismo. Al igual que todos los textos del códice se encuentra bien conservado. Su título aparece por única vez en el explicit: plogos etbe tanastasis («tratado sobre la resurrección»).

Se trata sin duda del texto más deshonesto de la biblioteca de Nag Hammadi desde el punto de vista intelectual. Su contenido parece estar más próximo doctrinalmente a la ortodoxia que al gnosticismo en sí. Sin embargo esto puede pasar inadvertido en una primera lectura, y desde el punto de vista exclusivamente retórico no deja de ser interesante por la reelaboración de conceptos que encontramos en sus argumentos. Alguna vez se lo atribuyó al mismo Valentín (autor indiscutido del Evangelio de la Verdad, segundo tratado del códice I), pero la inclinación hacia la ortodoxia que deja ver en la exposición hace inaceptable la hipótesis. El autor encaja más bien con un gnóstico valentiniano del siglo III.

El problema de la resurrección durante el helenismo

La creencia judaica en la resurrección de los cuerpos entró en crisis durante la época helenística al coincidir con el tema de la inmortalidad del alma. El cristianismo primitivo de lengua griega toma partido decididamente por la idea helenista en cuanto al problema: el alma humana es inmortal. Pero el sector judío más afín doctrinalmente al cristianismo, el fariseísmo, transfirió a la doctrina cristiana la idea de una resurrección entendida como un don para todos los elegidos (e incluso para toda la humanidad) y no como un privilegio exclusivo mesiánico de Jesús.

La resurrección en sentido pasivo (el hecho de ser resucitado) se puede entender como el pasaje de un sujeto de estar muerto a estar vivo. Los estados extramundanos (en el más allá) en los que puede encontrarse un sujeto son dos: de muerte y de vida. El estado de muerte puede darse sin residuo o con residuo (viviente sin cuerpo: «sombra»); el estado de vida con cuerpo (como en el caso de Jesús resucitado), puede ser entendido a su vez como un estado con dos tipos de cuerpo: cuerpo etéreo o cuerpo craso. El estado de muerte es la extinción total o el residuo bajo la forma de sombra en el Sheol o en el Hades. Se llama «muertos» a estos individuos en Ecles 3, 19-21 y Sal 88, 1, por ejemplo.

El estado extramundano de vida fuera del cuerpo es el del alma sola, separada del cuerpo. El alma es considerada viva. Por ejemplo, el alma de Jesús entre la muerte y la posterior resurrección.

Ahora bien, el estado extramundano de un viviente con cuerpo es el de alguien que murió y volvió a recuperar su cuerpo: un resucitado. Puede ser un cuerpo craso, material y carnal, o etéreo, de materia sutil (vg. como la de los astros). Hubo disenso acerca de cuál era el tipo de cuerpo adjudicable a Jesús resucitado. Según una tradición habría tenido un cuerpo craso: «Palpadme y mirad, un fantasma no tiene carne ni hueso como veis que yo tengo»  (Lc 24, 39). Sin embargo, es claro que para Pablo no podía tratarse de un cuerpo de éste tipo: «esta carne y hueso no pueden heredar el reino de Dios» (1 Co 15, 50). Había que espiritualizar la resurrección a la manera helenista, acercando el concepto a la inmortalidad del alma: así, lo que resucita es un cuerpo «como de aire»  (pneumatikós). Ya para los estoicos el alma era un pneuma, un aire sutil penetrado de fuego. Estamos ante el cristianismo helenizante de la época de Orígenes (siglos II y III), el contexto del Tratado de la resurrección.

La incredulidad de Santo Tomás, Caravaggio, 1602. Óleo sobre lienzo

El cristiano espiritual, gnóstico, o culto, no acepta la idea de una vida eterna en un cuerpo de carne y hueso. Pablo intenta salvar la fórmula dogmática tradicional, «resurrección de la carne», mediante una reelaboración filosófica del término “carne”, que pasa a significar las características humanas individuales transferidas al resucitado para que siga siendo él mismo y no un nuevo ser. El tema es matizado de diferentes maneras según los diversos autores, pero el trasfondo permanece invariable.

Los gnósticos valentinianos rechazaban abiertamente la resurrección: El espíritu elegido se desprende al entrar en el Pleroma tanto del cuerpo como del alma (cf. Ext. Teod. 64). Reducían la terminología resurreccionista a una metáfora de la misma gnosis: resucitar es acceder a la gnosis ya en este mundo.  Pero el autor del Tratado de la resurrección escribe desde un contexto social más próximo a la creencia ortodoxa de «los eclesiásticos». En estas circunstancias era necesario salvar la formulación tradicional del dogma.

El Tratado sobre la resurrección

El título del texto, aunque adecuado al tema que desarrolla y su contenido, no refleja el formato de la obra, que es en realidad el de una epístola (dirigida a un tal Regino). Su estructura externa se corresponde con la epistolografía helenística: 1° exordio; 2° enunciación del tema; 3° desarrollo de los argumentos; 4° exhortación; 5° epílogo.

En el exordio, después de exponer el problema, el autor propone los fundamentos de la creencia cristiana en la resurrección en términos de cristología paulina y con una marcada insistencia en el argumento antidoceta: Jesús asumió verdadera carne. Es éste un primer punto sospechoso tratándose de un texto supuestamente valentiniano. Los gnósticos eran todos docetas, sin excepción. Es decir, creían que el cuerpo de Jesús era sólo “aparente”.

Un segundo punto llamativo es la relegación de la resurrección al ámbito de la fe. Lo que hay que demostrar no es la resurrección en sí (que es indemostrable), sino su compatibilidad (su inserción no contradictoria) con el acervo de la fe cristiana: «Pero si hay alguien que no cree, no puede ser persuadido; pues es el dominio de la fe, hijo mío, y no el que pertenece a la persuasión: el que está muerto resucitará».  Ahora bien, el gnosticismo en general, como primera filosofía cristiana, se caracterizó desde siempre por poner al conocimiento (gnosis) por encima de la fe. Y tanto del conocimiento proporcionado por la fe como del proporcionado por la sola razón. Dice García Bazán al respecto: “Si el gnóstico es –hablando en sentido específico– «el que posee el conocimiento» y –en forma completa y estricta– «el que posee el conocimiento de la profundidad», se entenderá que no sólo interprete la fe como una forma de conocimiento inferior e incompleto respecto de las revelaciones gnósticas, sino que tampoco le satisfaga la intelección (noésis) con la que la filosofía platónica y neoplatónica da fundamentación a la actividad intelectiva y epistémica del alma, dado que la realidad espiritual encierra mayores posibilidades de experiencia cognoscitiva” (La gnosis eterna, págs.. 28-29).

La carne corruptible y el escamoteo semántico

Llegados a éste punto, el autor comienza a exponer la posibilidad de sostener la formulación tradicional de la resurrección: Si tenemos carne en este mundo y en esta vida, es posible también que la tengamos en el otro mundo y en la otra vida. Sólo hay que revisar el concepto de “carne”.

La carne mundana envejece y se desgasta, es corruptible. Se abandona definitivamente con la muerte. Pero hay una segunda carne que el autor llama «miembros vivientes» (y hete aquí el escamoteo semántico anunciado en el título) y que no está sujeta a la corrupción: « ¡Que nadie dude de esto! Por tanto, los miembros visibles, que están muertos, no serán salvados, pues (sólo) los miembros vivientes que están en ellos van a resucitar». Esta carne interior (los miembros vivientes) a la carne corruptible (los miembros visibles) es su sustento vital. Se trata en esencia del pensamiento y el intelecto humanos: «El pensamiento de los que están salvados no perecerá. El intelecto de los que lo conocieron no perecerá» (46, 22-24). Es decir, la «carne incorruptible» no es otra cosa que el alma, por eso vivirá. Igual que en Platón. El maestro gnóstico que escribe ha realizado una síntesis entre la creencia tradicional judaica en la resurrección y la creencia popular helenista en la inmortalidad del alma. Así, como por un acto de prestidigitación intelectual bastante chapucero aunque simpático, la resurrección de la carne y la inmortalidad del alma coinciden.

Felices pascuas.

Fuentes

  • Francisco García Bazán, La gnosis eterna. Antología de textos gnósticos griegos, latinos y coptos I, Editorial Trotta / Edicions de la Universitat de Barcelona, Madrid-Barcelona, 2003.
  • Antonio Piñero, Francisco García Bazán, José Montserrat Torrents (editores), Textos gnósticos. Biblioteca de Nag Hammadi III, Editorial Trotta, Madrid, 2009.