Ese valor que se acrecienta en igual proporción a la nostalgia, se alimenta de conquistas tan sólidas como el desvelo de una sociedad por la salud de sus hijos, o por la seguridad —al punto de que un arma de fuego extraviada o en manos no autorizadas es un hecho extraordinario—, o por un sentido de la dignidad que todo lo impregna, desde las decisiones gubernamentales más trascendentales, hasta el diálogo de dos ciudadanos de bien en una esquina.
Tal fuerza de atracción tiene una explicación clarísima; incluso tiene nombre: Revolución, vorágine dentro de la cual millones de cubanos hemos desarrollado la vida entera; y que se presentó ante nosotros de muchas maneras. Durante la infancia lo hizo mediante el oloroso papel nuevo de una libreta escolar; o mediante las vacunas tempranas; o con un enjuague bucal para preservar la dentadura y que era administrado por enfermeras indoblegables en la escuela primaria; o mediante el abrazo entre amiguitos de todos los colores.
Viajar tiempo atrás —buscando en testimonios vivos o en libros de textos— hace sentir orgullo de cómo un país geográficamente breve ha dado tanta intensidad, tantos hijos grandes. Desde que en esta, nuestra tierra, hubo uso de razón, el desvelo por lo humano y el crecimiento moral fueron la brújula de todos los arrestos patrios. Esa impronta creada por seres inmensos como los padres fundadores de nuestra única Revolución, por luchadores insondables como Martí y Fidel, alcanza las horas del presente.
Lo grande y desafiante es que tal herencia no llega como suerte consumada, sino como urgente necesidad de prolongación mediante la batalla por la justicia y la hermandad entre los hombres.
Cuando decimos continuidad no estamos hablando, según lo veo y lo siento, de la fría inercia, de lo que se dará por sí, sino de una muy esforzada coherencia, de un bregar que sigue teniendo un altísimo precio: esa mano terrible sobre el cuello, con la cual el enemigo a muerte nos niega a millones de cubanos la plenitud de la vida.
Luego de ver que en los finales del siglo XX otros intentos de hermanar a los hombres entre sí fracasaron, después de haber sido testigos del corrimiento del mundo hacia corrientes de izquierda, luego de derecha, y así sucesivamente en ciclos agotadores, resistir y crear ha sido nuestra máxima. El mundo nos respeta y quiere por eso. Y esa tenacidad le da sentido a todo cuanto hacemos.
Sesenta años después de las horas triunfantes de 1959, seguimos queriendo tener algo del cielo sobre la Tierra, no renunciamos a levantar a los más necesitados, seguimos mirando con lupa cómo repartir lo poco que hay —entre nosotros y el mundo, pues «Patria es Humanidad»—; intentamos ponderar el orden y la disciplina como métodos salvadores, y seguimos teniendo claro que solo desde nuestras fuerzas recónditas habrá garantías de futuro —dejar que fuerzas ajenas regenten sobre nuestros destinos sería desaparecer como nación, sería volver a la era de la barbarie y del irrespeto por la vida.
Ya sabemos qué es ser libres, qué es batallar y vencer —gran lección fidelista, y también de Raúl—; y como que, martianamente hablando, la verdad una vez despierta no vuelve a dormirse, entendemos que uno de nuestros deberes sagrados es no dejar el camino libre al imperialismo que, si concreta sus obsesiones de desmantelar la Revolución —como comentó Fidel el 13 de noviembre de 1999, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, durante el 8vo. Congreso de la Federación Latinoamericana de Periodistas— «va a destruir la mejor obra social y la más humana que se ha hecho en este siglo».
Ese día Fidel dijo más, a propósito del mito de faro y luz en que los gendarmes del planeta, a través de las bombas y de los símbolos, pretenden convertir a Estados Unidos: «Es preferible ser ciegos y no ver jamás esa luz. Caminar incluso solos, sin un perro que nos acompañe, porque hasta nuestros pies y nuestros instintos pueden llevarnos por mejores caminos. Hagamos luz nosotros, porque hay posibilidades de hacer luz cuando hay una gran causa que defender».
Desde esa valentía que tanta falta nos hace, el Comandante en Jefe exhortó a tener la más elevada conciencia de la realidad de hoy, y a denunciar los horrores del mundo hegemónico que estamos padeciendo, que incluso podría destruir a la especie humana.
El compromiso, entonces, no es solo con nosotros, sino con la humanidad toda. El 2019 será, como ha expresado Miguel Díaz-Canel Bermúdez, Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, de desafíos y de victorias. Nada será fácil, sesenta años después, como no lo fue cuando en 1959 Fidel dijo al pueblo que la alegría era inmensa, pero advirtió que en lo adelante todo sería más difícil.
Viajeros y sobrevivientes de múltiples encrucijadas, los hijos de Cuba seguimos teniendo la misma voluntad que expresara Máximo Gómez, en carta dirigida el 8 de diciembre de 1895 a Tomás Estrada Palma, en consonancia con los postulados de Carlos Manuel de Céspedes: «Los cubanos no buscamos, no queremos tener primero, más que honor, Patria y Libertad. Todo lo demás llega obligado y grande después de todo aquello. Lo que se necesita es triunfar».
El admirable guerrero hablaba de la batalla con las armas. Llegó el gran triunfo soñado, y llegaron otros muchos. Los cubanos en Revolución, sin embargo, sabemos que seguimos desafiados por otros triunfos necesarios como la virtud creciente, como esa emancipación incesante que solo se dará por el esfuerzo y la entrega fraternal de todos al unísono.