La semana con niños en edad escolar es una carrera de obstáculos. Entre lleva, trae, recoge, comida, extraescolares, deberes, parque, juegos, baños...se te pasa el día en un suspiro, sin apenas tiempo para sentarte.
Este ritmo se va incrementando conforme crece el número de vástagos, y lo más divertido es cuando dos, o tres, o los que sean deben estar en dos sitios diferentes a la misma hora. Sí, una pasada de reír. Hasta que llegue el momento en el que los padres desarrollemos el don de la ubicuidad u omnipresencia -que de momento no es factible pero tiempo al tiempo- tenemos que organizarnos repartiendo niños con la ayuda de otros, o bien sabiendo que van a llegar tarde, con el consiguiente cabreo de los profesores de las actividades en cuestión, y con razón.
Ahora imagina que te encuentras en esa tesitura y sola durante una temporada. Esto se va poniendo interesante.
Si además, a esta ecuación, le sumas un niño con importantes problemas de rigidez mental, la cosa se vuelve ya kafkiana.
Cuando hablo de rigidez cognitiva, como contrario a flexibilidad, hago referencia a la incapacidad de general alternativas, de solucionar problemas, de adoptar la solución adecuada según la situación aún cuando implique cambiar nuestro pensamiento, de adaptar nuestras preferencias personales a los cambios contextuales...
Y #Eldecasi9 no tiene nada de eso.
Su esquema mental es rígido, estructurado conforme a las leyes de su mundo, un mundo que se vive desde la rutina. Y debe serlo, hasta cierto punto. Es la manera en la que puede funcionar, ser competente, independiente. Es la forma en la que mantiene a raya a la ansiedad que lo bloquea a todos los niveles, al miedo, a los desajustes sensoriales.
Las rutinas permiten a mi hijo estar conectado y ser partícipe de esta sociedad, aunque sea de una manera peculiar.
Tiene un determinado repertorio de conductas muy limitado y pautado, y de ahí es muy difícil moverlo. Con ellos funcionamos. Y esas rutinas van en un paquete junto con la falta de flexibilidad.
¿Por qué? Porque es predictible, y eso le genera seguridad, confort, confianza, comprensión de un entorno con demasiados estímulos para procesar.
Pero he de decir que la rutina, pese a ser exagerada, tiene su lado bueno:
- El orden. Es extremadamente ordenado. Los mandos nunca se pierden en mi casa, ni los móviles. Todo está en su sitio siempre. Si pones la televisión él se levanta y coloca el mando al lado. Si acabas de hablar con el móvil, lo organiza en una mesa accesoria...No verás nada por medio en el suelo ni en el comedor. Si acabas de asearte, cepillo, pasta, peine, todo va a su sitio (a ver, solo deposita, no es que lo coloque bien, pero ya hace más que sus hermanos)
- Le genera tranquilidad y satisfacción conocer dónde va cada cosa. Le vamos explicando y eso lo va incluyendo a su repertorio conductual.
- Le permite ser mínimamente autónomo. Cuando acaba de cambiarse recoge su ropa, por ejemplo. Lleva el pañal a la basura, o te trae uno si se lo pides. Si coges las llaves de casa por la mañana se hace cargo de su mochila y chaqueta...
Los caminos han de ser siempre los mismos. Da igual que se tarden 15 minutos más, que sean atajos, que estén cortados por obras. En el instante en el que tratamos de cambiar siquiera de acera se desata el drama, y creedme que un niño de prácticamente 9 años, con casi 30 kilos, hecho un bloque no es fácil de mover.
Salir por las tardes a las 4 o 5 no entra en su planes. No es lo habitual porque a esas horas él comienza a trabajar en casa con sus programas de estimulación. Así que, cuando llega el día en el que debe acompañarme para llevar a sus hermanos a alguna clase porque su padre está fuera, algo tan sencillo se convierte en una tarea muy desagradable para la que voy mentalizándome minutos antes. Grita, se tira al suelo, no quiere caminar, se enfada, me pega... No entiende porqué debe salir, por mucho que en ese momento le trate de explicar. Me estoy cargando de un plumazo su tranquilidad cognitiva y entra en corto.
El paseo como concepto no existe. El salir a la calle debe obedecer a un motivo: recoger a sus hermanos en un itinerario conocido, memorizado, a unas horas concretas, o destino el parque, o como finalidad de sacar a la perra pero siempre al mismo lugar. Todo lo que sea "Paseo" como ocio, como una actividad relajada no es posible. No es asumible.
De los sitios nuevos y personas desconocidas ni hablamos.
Para poder desayunar o comer ha de recogerse todo. Si se han puesto cacao hay que guardar el bote en la despensa, al igual con la leche, el café, el azúcar, tostadas, lo que sea. Si tú aún no te has servido...se siente.
Y así podría pasarme un buen rato.
Cuando las funciones ejecutivas se encuentran alteradas a estos niveles, cualquier cambio supone un estrés y una ansiedad indescriptibles. Pero en ocasiones los cambios llegan por incidentes, por necesidad, porque la vida es así de inesperada y entonces es cuando el caos se apodera de su pensamiento y de su capacidad de comprender lo que le rodea.
Con los años, mucha paciencia y mucho tiempo hemos conseguido ir ampliando ese repertorio de conductas que, aunque son inamovibles van siendo más numerosas y hemos conseguido ir flexibilizando algunas otras, de manera que los cambios generan ansiedad pero dura menos tiempo y la intensidad es menor. Conforme mejora su comprensión del mundo, mejora ese aspecto.
Tratamos de hablarle mucho, de explicarle las novedades, siempre estructurando en elementos pequeños y con pequeños cambios ("este colacao 0% es tuyo, el bote pequeño, ¿vale?)
La anticipación es nuestra estrella invitada. Cuando se avecinan cambios que podemos controlar se lo vamos presentando con tiempo ("papá se va unos días", "vamos a llevar a tus hermanos y luego volvemos a casa", "vamos a comer a un sitio nuevo") El apoyo visual es un gran aliado. Nosotros empleamos en su momento los bits, pictos...ahora se lo verbalizamos días antes y constantemente. Eso ya dependerá.
Y las pequeñas rupturas de rutina. Esos pequeños cambios que aunque le generen estrés siempre van a ser menos irritantes que cambios bruscos: no acabar siempre a la misma hora de trabajar, intentar variar el momento del desayuno, del juego, de los dibujos...
Es muy complicado lidiar con los arranques, gritos y quejas de un niño cuando se siente amenazado a nivel estimular y cognitivo.
Por la calle me veréis, sujetándole de ambos brazos para que camine, tratando de calmarle mientras chilla y llora como si le estuviera haciendo todo el daño del mundo. Por más que os trate de definir la escena hay que verla y vivirla. Los nervios que pasamos como adultos, viendo cómo te cuesta manejarlo, no puedes consolarlo y más sabiendo que no hay opción de cambio. Te sientes mal por él y por tí, y se produce un desgaste físico comparable a una carrera pero sin los beneficios de la misma.
Creo que es de las cosas más desesperantes, esa falta de generalización, de afrontar los cambios. Por eso, cada vez que hay algo, por mínúsculo que sea que denote cierto cambio es una fiesta.
Así que, si en alguna situación con amigos, familiares o símplemente desconocidos compartiendo un espacio, véis a un niño en una situación parecida, pensad en que probablemente no sepa dónde se encuentra, se sienta inundado a nivel estimular sin capacidad de controlarse ni relajarse, tenga miedo y que sus padres estarán pasando un momento muy complicado tratando de tranquilizarlo.
Es un camino muy difícil que requiere grandes dosis de paciencia, comprensión y aceptación.