“La Ritournelle” se acerca a los oídos con la caligrafía sedosa del vientre de una serpiente. Se desliza en su interior con consistencia fluida, y cuando llega a nuestro tímpano proyecta en nuestro cerebro la imagen de anillos concéntricos que se propagan sin tocarse sobre una superficie de color toffee.
“La Ritournelle” hechiza con ingeniería caleidóscopica, e induce incluso a un sueño hipnótico en el que ocho minutos no son ocho minutos, sino que sólo es uno, desplegándose ante nuestros ojos desde las dobleces del tiempo. En “La Ritournelle” la repetición es tan cierta como ficticia: las leves variaciones infinitesimales que se producen entre una secuencia y la siguiente van modificando de forma asombrosamente sutil nuestra percepción. La exquisita labor de Tellier en este tema queda más cerca del minimalismo vanguardista de Eno o Nyman que de la canción pop, pero se aplica sobre una composición desaforadamente romántica, retrógada en el sentido preciso del término.
“La Ritournelle” es tantas cosas que en realidad no es ninguna de ellas. Tampoco es (simplemente) una canción de amor, aunque esa es su apariencia: quizás un laberinto del que no se puede salir, pero al que tampoco puede accederse.
“La Ritournelle” es envolvente como el abrazo de una espiral, pero la fuerza con que gira ante nuestros ojos no es centrífuga, sino centrípeta: de fuera a adentro, cada vez más cerrada en sí misma, cada vez más reducida a lo elemental.
A menudo tengo días en los que pienso que “La Ritournelle“, tan cursi, tan simple, tan reiterativa, es la canción más bonita del mundo.
“Oh nothing’s gonna change my love for you
I wanna spend my life with you
So we make love on the grass under the moon
No one can tell, damned if I do
Forever journeys on golden avenues
I drift in your eyes since I love you
I got that beat in my veins for only rule
Love is to share, mine is for you”