Lo que se quiere con los fetiches tecnológicos es llevar al extremo la utopía del capital y de los cultores de la IA aquello de la calidad total y cero errores, que caracterizarían a las máquinas, pero que mostrarían la debilidad y la inferioridad de los seres humanos. La imagen no puede ser más demencial: la orquesta sinfónica de Corea del Sur ha sido dirigida por un robot. Las fotografías muestran a un androide, una máquina que imita burda y toscamente la forma humana, dirigiendo la orquesta, y los músicos, como robots amaestrados, obedecen. Uno no sabe si es más demencial que la orquesta sea dirigida por un robot, o que los músicos acepten sumisamente que los conduzca una máquina. El “director- robot” de la orquesta fue creado por el Instituto de Tecnología Estatal de Corea del Sur y lo bautizaron como Ever6. Sus inventores sostienen, como parte de la propaganda corporativa, que es capaz de seguir el movimiento de los músicos mediante sensores y por ello puede ejecutar a la perfección los vivaces movimientos de un director de orquesta. El robot mide 1.80 centímetros y sus formas se pretenden humanas, según su torso, brazos y cabeza.
El peligro del pasado era que los hombres se convirtieran en esclavos.
El peligro del futuro es que el hombre se convierta en robot.
Erich Fromm
No es accidental que los coros que cantan salmos casi siempre se graben con abundante reverberación. La divinidad parece definida por el eco. Da igual que sean los niños cantores de Viena o un grupo de monjes (...): lo sagrado siempre parece habitar en la región de lo hueco. La razón de esto no es demasiado compleja. El eco, a la vez que implica un espacio enorme, también lo define, lo limita y hasta lo habita de forma temporal.
Mark Danielewski, La casa de hojas
Cuando un guijarro cae en un pozo, resulta gratificante oír cómo se zambulle en el agua. Sin embargo, si el guijarro se limita a perderse en la oscuridad y desaparecer sin hacer ruido alguno, el efecto resulta inquietante. En el caso de un eco verbal, la palabra hablada actúa como el guijarro y la repetición consiguiente hace las veces de “zambullida”. En este sentido, el habla puede constituir una forma de “visión”.
Mark Danielewski, La casa de hojas
Por Renan Vega Cantor, Historiador Colombiano
Otra muestra de la estupidez tecnologizada se presentó cuando el robot fue ovacionado por el público y se le activó para que respondiera con una reverencia, como hacen los directores de carne y hueso.
El androide simplemente fue programado para replicar los movimientos de un director de música a través de la tecnología de captura de movimiento, que registra los movimientos de personas y objetos.
La sustitución de un director de música, clásica en este caso, por un artefacto nos debería llenar de horror y espanto ante el cinismo deshumanizante del capitalismo y su culto a los artefactos tecnológicos. Y no solo por el asunto del desempleo, que está en juego, porque las predicciones indican que los empleos más afectados por la implementación de la pretendida Inteligencia Artificial (IA) serán lo que requieren, como los músicos, más ingredientes intelectuales y cognitivos (médicos, traductores, ingenieros, artistas, escritores…).
No, el asunto de fondo está referido al hecho de que se admita sin ninguna crítica que las máquinas pueden y deben realizar todos los actos humanos, hasta los más sublimes, entre los que se destacan los de cantar, recitar poesía, escribir cuentos, relatar historias, amar…
Si los que nos hace humanos es todo ello y eso es nuestra huella distintiva, aunque compartamos algunas características sensibles con otros animales, entre ellas la de la música, pues sabemos que delfines, ballenas, primates, pájaros, ranas, luciérnagas… emiten sonidos que en muchos casos son verdaderos conciertos del sentir y de la vida.
La robotización y digitalización reducen lo humano y lo animal a puros datos e información, como si las sensaciones, la alegría, el dolor, la experiencia propia de cada individuo pudiera ser dejado de lado, como algo sin importancia. Esto es olvidar que, por más que se predique ese exabrupto, las máquinas no piensan ni entienden, se limitan a ejecutar mecánicamente lo que dictamina un programa, ahora logarítmico, a procesar aceleradamente millones de datos, pero no entienden lo que hacen.
El fetichismo tecnocrático deja de lado la fe en las personas para colocarla en los artefactos microelectrónicos, lo cual es propio del totalitarismo cibernético. En el caso aludido en este artículo, se aplaude a un androide por dirigir un concierto, los espectadores salen fascinados por la supuesta gran innovación tecnológica, enceguecidos por el esplendor luminoso del artificio robótico, sin pensar por un minuto lo que siente un musico que vaya a ser desplazado laboralmente por una maquina y que a esta se le atribuyan las virtudes propias de lo humano. En la medida en que se pretende presentar como sensibles a los artefactos tecnológicos, los individuos se tornan más ciegos, sordos e insensibles.
Que en un artefacto de plástico, metales y silicona se le ensalce indica hasta dónde llega el desprecio de las características de los seres humanos y de los animales, como organismos vivos, sintientes, con sueños, expectativas, frustraciones y limitaciones.
Claro, porque lo que se quiere con los fetiches tecnológicos es llevar al extremo la utopía del capital y de los cultores de la IA aquello de la calidad total y cero errores, que caracterizarían a las máquinas, pero que mostrarían la debilidad y la inferioridad de los seres humanos. En esa perspectiva, se llega al extremo de que todo lo que nos hace humanos nos torna inferiores frente a los artefactos: nuestra voz, nuestro canto, nuestras pasiones, nuestras debilidades, en una palabra, lo vital.
Eso dicen, sin pudor alguno, los llamados transhumanistas o los cultores de la singularidad, uno de cuyos portavoces ha afirmado: “hablar es una tecnología primitiva; es de banda estrecha (¡en términos microelectrónicos¡), y en 2029 no seremos capaces de distinguir las respuestas que da un robot de las que da una persona”. Como si hablar fuera una acto mecánico, ni un complejo entramado de la humanidad, labrado a lo largo de miles de años de evolución, que podría tranquilamente ser sustituido por cachivaches artificiales.
Un asunto que no es menor es el de la utilidad de los artefactos, en este caso el Android-Director de orquesta. Para qué diablos se necesita, si hay suficientes directores de orquesta en el mundo, y otros están estudiando para serlo, todos los cuales se consagran durante años a aprender su oficio. Ahora se nos dice que ese esfuerzo de toda una vida puede ser echado a la basura de un plumazo y ese saber especializado sustituido por una simple máquina.
¿Para qué despilfarrar tanto esfuerzo y recursos materiales y económicos, mientras en el mundo entero existen tantos problemas de analfabetismo, hambre, miseria y desigualdad? ¿Para qué y quién necesita un robot director de orquesta? Acá podemos indagar que si la respuesta es el robot-músico, ¿cuál era la pregunta? ¿Qué se busca y que sentido e importancia puede tener experimentar con un robot como director de una orquesta?
A este androide al que se presenta como director de orquesta se le ensalza como un resultado avanzado de la inteligencia artificial. Es un insulto que se le atribuya raciocinio a un artefacto, desconociendo la vida y la inteligencia de los seres humanos y de los animales.
Ensayo de orquesta [1979] es una película de Federico Fellini en la cual se resalta el necesario papel que tiene un director de orquesta, en medio de su soledad, y de las conversaciones y discusiones con los músicos de la orquesta. Esa película destaca también el papel protagónico de los músicos y no solo del Director, todos son necesarios porque hacen parte de un trabajo colectivo. El filme tiene un trasfondo político, dado que destaca las divisiones sociales (representadas por músicos que defienden sus respectivos instrumentos) y el rol y la autoridad del Director, que es contestada por los músicos. Fellini deja claro que para que la música suene armoniosamente es indispensable la presencia de un Director, de su perspectiva y de sus órdenes. Pero él solo no basta, si no existieran músicos.
Si actualizamos el Ensayo de 0rquesta a la Corea del Sur actual lo de Fellini resulta anacrónico, porque, por una parte, quién puede y querría discutir con un Director-Robot. Y, por otra parte, el solo hecho de aceptar ser dirigidos por un Android indica el grado de aceptación y pasividad ante la dictadura digital, puesto que la orquesta es conducida por un organismo mecánico y los músicos, un conjunto de seres humanos, se reducen a ser un rebaño digital, que se limita a obedecer. Pobre Fellini que nunca imaginó que el escenario cambiaría tanto que ya no habría directores de orquesta de carne y hueso, ni alegatos organizados de los músicos, que estaban sindicalizados, para confrontarlo. Hasta el espíritu de lucha, un rasgo esencial de la humanidad, desaparece ahora en esa orquesta robotizada.
Y por eso, la cereza del pastel la pone el Director Choi Soo-yeoul cuando sin ruborizarse afirma con carácter aprobatorio que la dirección conjunta con el robot comprueba que «Fue un recital que demostró que (robots y humanos) pueden coexistir y complementarse, en lugar de que uno sustituya al otro». En este caso, complementarse para qué, si el Android ni siquiera escucha, y no es que sea Beethoven o algo por el estilo.
No, es un simple artefacto desprovisto de cerebro, voz, sentimientos, experiencias, y nada de eso puede expresarse en un concierto. Lo que dijo ese director es una clara muestra de la estupidez que se deriva de rendirle culto a los artefactos. Lo que, en contravía, puede decirse es que se necesitan más y mejores músicos, directores de orquesta, artistas de verdad… y no artefactos, con los que los capitalistas de la vigilancia intentan imitarlos y remplazarlos de manera artificial y burda.
No extraña que esto acontezca en Corea del Sur, el país del mundo más colonizado por las pantallas digitales. Hay pantallas en todos lados, en los rascacielos, en las cafeterías, en las estaciones de metro o de bus y sus habitantes semejan marcianos que caminan con sus ojos mirando al piso ‒o eso parece‒ porque siempre van pegados al Smartphone, un comportamiento propio de cretinos digitales que ya se replica en el mundo entero. Todo contacto, actividad, negocio, intercambio se hace por y a través de las pantallas, como si el paisaje humano y natural hubiera desaparecido.
Lo revelador es que eso ocurra en un país que hace dos generaciones era rural, la mayoría de su población era campesina y estaba asolado por la guerra y el hambre. Lo que se vende como “milagro coreano”, que lo catapultó como economía capitalista del primer mundo y con una base industrial, vino acompañado en términos sociales y culturales, de la consolidación del individualismo, el egoísmo competitivo, la lucha de todos contra todos, el darwinismo social, el consumo hedonista, la desertificación de la vida cotidiana y la ruptura de cualquier vínculo con su pasado reciente y la inmersión total en el presente instantáneo.
Con todo eso, las clases dominantes han querido borrar las huellas campesinas del pasado y eliminar cualquier vínculo con los espacios naturales, encerrando a los coreanos comunes y corrientes en sus pantallas artificiales, para generar la ilusión de que se puede prescindir de la naturaleza y todo, hasta lo más sublime, como la música, puede y deber ser digitalizado.
Ese proyecto de las clases dominantes ha sido exitoso porque han logrado que la mayor parte de los habitantes de ese país viven ensimismados en sus cachivaches microelectrónicos como si ese fuera el mundo real, un mundo donde no hay conflictos, ni luchas sociales, ni desigualdad.
En Corea del Sur se ha impuesto el más crudo individualismo posesivo y competitivo, y sus relaciones sociales se reducen a sus conexiones virtuales a través de la omnipresente pantalla del celular. Por ello, el escritor italiano Franco Berardi puede decir que “Corea del Sur es el laboratorio del mundo neohumano conectivo. Es la ‘zona cero’ del mundo, un mapa del futuro del planeta”, en el que, agregamos nosotros, ya no habrá espacio para lo que incumba la sensibilidad de los seres humanos y en el que no caben los directores de orquesta, los músicos, poetas y juglares.