Hubo un tiempo a principios de los ochenta en el que una persona podría haber cruzado en diagonal Europa occidental pasando únicamente por países gobernados por los socialdemócratas. De Suecia a España, pasando por países como Alemania o Francia, las formaciones de centroizquierda eran omnipresentes en el lado capitalista del Viejo Continente. Entre finales de los años sesenta y hasta que colapsó la Unión Soviética a principios de los noventa, la política europea vio aparecer nombres como Willy Brandt, François Mitterrand, Felipe González u Olof Palme. Fueron, sin duda, años de enorme éxito político para las formaciones socialdemócratas, que reforzaron y apuntalaron los Estados de bienestar desarrollados en Europa durante las décadas de posguerra.
De la revolución al Parlamento
Como la mayoría de ideologías existentes actualmente en la izquierda, la socialdemocracia es una de las corrientes que derivaron de las tesis marxistas en la segunda mitad del siglo XIX. En los múltiples debates, congresos y artículos que rodearon a la Primera Internacional (1866-1876) y la Segunda Internacional (1889-1914), una facción concluyó que, antes que confrontar de manera directa los sistemas liberal-capitalistas, era aceptable e incluso deseable jugar con sus normas e integrarse dentro del sistema para, desde ahí, lograr mejoras para la clase obrera y, en un futuro, posibilitar el salto hacia la verdadera “dictadura del proletariado” que propugnaba Marx. Así, en ese medio siglo anterior al estallido de la Gran Guerra fueron apareciendo partidos socialistas en buena parte de los países del Viejo Continente, muchos de los cuales decidieron integrarse en el juego parlamentario como una formación más.
La Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa de 1917 supusieron puntos de inflexión para las formaciones socialistas europeas, que vivieron importantes escisiones por la forma de afrontar ambos sucesos históricos. En el primero, el internacionalismo que apostaba por que la clase obrera debía quedarse al margen de un conflicto burgués quedó enterrado en cuestión de días cuando la mayoría de los partidos socialdemócratas abrazaron las tesis nacionalistas que respaldaban la participación de sus respectivos países en el conflicto; con el segundo, la consolidación de la Unión Soviética supuso para los sectores comunistas el triunfo de la revolución, mientras que para los socialdemócratas esa “dictadura del proletariado” había sido secuestrada por el partido comunista y todo su aparato.
Para ampliar: “Lo que nos enseñó la Primera Guerra Mundial”, Fernando Arancón en El Orden Mundial, 2018
Tras la Segunda Guerra Mundial, las formaciones socialdemócratas e incluso comunistas que aceptaron el juego democrático en Europa occidental fueron fundamentales para la estabilidad política y económica de estos países e incluso geopolítica en el desarrollo de la Guerra Fría. Que existiesen partidos de izquierdas plenamente integrados en el sistema democrático era una forma de encauzar de forma controlada y asumible las demandas de la entonces enorme clase obrera —sobre todo industrial—, lo que a su vez evitaba un acercamiento de los países a la esfera soviética. No obstante, eso no evitó que surgieran grupos armados como Ordine Nuovo para minar el poder de estas formaciones de izquierdas, sobre todo de las comunistas, como la Operación Gladio
Sea como fuere, el amplio poder que tuvieron los partidos socialdemócratas durante aquellos años posteriores a la Segunda Guerra Mundial tanto en la oposición como desde el Gobierno dio el empujón definitivo a los Estados del bienestar, que acabaron consolidándose en Europa occidental con modelos educativos y sanitarios públicos, subsidios por desempleo, coberturas de pensiones y diferentes políticas públicas que buscaban una redistribución de la riqueza y mayor justicia social. La aceptación de las reglas del juego capitalista por parte de los partidos socialdemócratas fue tal que en noviembre de 1959 el Partido Socialdemócrata Alemán renunció en el congreso de Bad Godesberg al marxismo para abrazar la necesidad de una relación entre socialismo y democracia liberal. Dejaba así de lado una identidad claramente marxista y de clase para convertirse en un partido atrapalotodo, una estrategia que emularían otras formaciones hermanas en el continente y que llevaría a los socialdemócratas en las décadas siguientes a sus mayores cotas históricas de poder, con presencia destacada en los Gobiernos y victorias electorales contundentes.
Pero, como ya ocurriese a principios de siglo, distintos sucesos geopolíticos generaron puntos de quiebre para la socialdemocracia. En el aspecto económico, resultó demoledora la primera crisis del petróleo en 1973: las tesis keynesianas, de gran difusión desde la crisis de 1929, no supieron adaptarse a fenómenos como de la estanflación —estancamiento económico e inflación simultáneos—, y los altos niveles de gasto social de los Estados del bienestar se volvieron difíciles de mantener en tal escenario. Esta situación abriría la puerta a la entrada en la vida europea de las tesis neoliberales, cuyo máximo exponente sería la primera ministra británica Margaret Thatcher, durante toda la década de los ochenta. En el apartado ideológico, el colapso del bloque comunista sería crucial. La desaparición de la URSS supuso una orfandad para la razón de ser de la socialdemocracia, ya que había servido como contrapeso aceptable en el sistema liberal capitalista para evitar la propagación del comunismo. Si la Unión Soviética había desaparecido y el capitalismo había obtenido una victoria incontestable, ¿en qué lugar quedaba la socialdemocracia?
Para ampliar: “El fin de la URSS y el ‘fin de la historia’”, Adrián Albiac en El Orden Mundial, 2016
La tercera vía iba al precipicio
El final del comunismo en Europa solo aceleró dinámicas económicas que ya se estaban produciendo años antes, como eran la progresiva desindustrialización de Europa —sobre todo de la industria pesada— y la deslocalización de buena parte de los procesos productivos a terceros países, sobre todo asiáticos. El Viejo Continente comenzaba a perder su identidad industrial de la posguerra para avanzar hacia nuevos horizontes, desde las economías basadas en el sector servicios al auge de la clase media como gran estrato del que casi toda la sociedad se sentía parte.
La solución socialdemócrata en esa época para readaptarse a los nuevos tiempos es inaugurar la llamada “tercera vía”, que en la práctica suponía una aceptación plena de las lógicas de mercado y el abandono de los discursos socialdemócratas tradicionales en favor de un progreso social y unos niveles de protección más laxos en el marco de la globalización. En este caso, es el laborismo británico el que lo adopta de la mano de Tony Blair —primer ministro entre 1997 y 2007—, y al poco tiempo otros líderes socialdemócratas, como el primer ministro alemán Gerhard Schröder, replican esas mismas recetas. La más conocida es la Agenda 2010, un compendio de reformas económicas y laborales orientadas a dinamizar la economía germana y que, entre otras cosas, crearon los miniempleos o minijobs.
Este progresivo giro ideológico y desplazamiento hacia el centro político en la práctica supone una escasa diferenciación de los partidos liberales o de centroderecha que ya existían en Europa. Aunque en general los noventa y primeros años del siglo XXI son una época centrista en Europa, lo cierto es que con este movimiento socialdemócrata empieza a quedar vacante un espacio en la izquierda del espectro político. Una de las pocas diferenciaciones respecto a formaciones democristianas o conservadoras es que los partidos socialdemócratas comienzan a centrarse en luchas concretas de determinados colectivos, como cuestiones de género, la integración de inmigrantes o las demandas de las personas LGTB. Sin embargo, estas posiciones les serían después criticadas no por atender esas luchas, sino por dejar de lado a cambio los problemas de la clase trabajadora. En muchos aspectos, los partidos socialdemócratas habían asumido las lógicas del “fin de la Historia” —aquellas en las que el capitalismo y la democracia liberal habían ganado al socialismo— y olvidado a quienes se habían quedado por el camino en la transición de sociedades industriales a sociedades posindustriales.
Entre la pasokización y la resurrección
Este sistema de la tercera vía funciona igual que funcionó el sistema keynesiano durante la posguerra: mientras haya bonanza económica. Pero en 2008 la música dejó de sonar. El sistema económico internacional colapsa y, con él, el político. En ese momento, un electorado huérfano que busca antiguos refugios y no los encuentra les echa en cara los postulados que habían abandonado durante la década anterior. Precisamente por ello, son identificados como parte del establishment causante de la crisis y, por tanto, parte del problema. Una vez más, una gran mayoría de los partidos socialdemócratas europeos no reaccionan ante la coyuntura y se desploman tanto en las encuestas como en los distintos comicios a los que se van enfrentando a partir de los primeros años del estallido de la crisis.
El caso paradigmático de este fenómeno es el del Movimiento Socialista Panhelénico o Pasok. Desde los años ochenta y hasta 2009, el partido socialdemócrata griego obtuvo siempre resultados cercanos, cuando no claramente superiores, al 40% de los votos, lo que posibilitó que durante esos años gobernase en distintos periodos —incluida la pequeña dinastía de los Papandréu, con padre e hijo como primeros ministros—. Pero en la segunda década del siglo no ha cosechado más que disgustos electorales, una situación que llevó a la práctica desaparición del partido e hizo nacer un término con el que muchos partidos socialdemócratas han tenido que vivir estos años: la pasokización.
Como es lógico, este fenómeno no se ha vivido con la misma intensidad en todos los países europeos, pero sí es un fantasma que se ha paseado por todos ellos. En Alemania lo ha sufrido el Partido Socialdemócrata; en España, el Partido Socialista; en Italia, el Partido Democrático, y en Reino Unido, el Partido Laborista, por citar las economías más importantes de la Unión. El caso más extremo —con el permiso heleno— bien ha podido ser el del Partido Socialista en Francia, que pasó de ganar las presidenciales con Hollande en 2012 a sufrir una debacle sin precedentes cinco años después al ceder la presidencia ante Macron —precisamente ministro de Economía con Hollande— y enfrentar la práctica desaparición en el legislativo pocos meses después. Para colmo, la fragmentación de la izquierda gala ha llevado a los socialdemócratas franceses a una lucha intestina por no caer en la irrelevancia política.
Además del respectivo voto de castigo o la desmovilización que muchas de estas formaciones sufrieron por su gestión y por errores del pasado, también vieron un importante trasvase de votos a nuevas formaciones: algunas surgieron en el espacio a la izquierda que años atrás abandonaron los socialdemócratas, como el caso de Syriza en Grecia o Podemos en España, que reclamaban posiciones y políticas más sociales y de la izquierda tradicional, pero también formaciones de extrema derecha que incorporaron a su discurso político factores de clase y de proteccionismo económico que este amplio electorado reclamaba, aunque fuese a costa de crear un enemigo —interno o externo—, como fue el caso del Frente Nacional en Francia o Alternativa para Alemania
Bien es cierto que algunos partidos socialdemócratas han conseguido sobrevivir a este proceso, la mayoría gracias a un repliegue a antiguas posiciones de la izquierda clásica, como fue el caso de los laboristas británicos al elegir a Corbyn después del fracaso de Miliband frente a David Cameron en 2015 o los socialistas ibéricos, cuyos respectivos partidos están en los Gobiernos de España y Portugal, lo cual es una anomalía dentro del continente europeo.
No obstante, el quiebre en el sistema ya se ha producido y a muchas de las formaciones socialdemócratas les está costando recuperar su antigua posición porque, precisamente, otros partidos ya han ocupado ese espacio o han asumido demandas clásicas de la socialdemocracia. Hasta los partidos verdes, que hasta hace pocos años eran formaciones muy minoritarias con una agenda ecologista y un electorado de nicho muy definido, se han asentado como grandes aglutinadores de voto joven y urbano y han sido trascendentales en distintas elecciones presidenciales y legislativas en el Viejo Continente.
Para ampliar: “Partidos verdes en Europa: el rebrote de los ecologistas”, Pablo Moral en El Orden Mundial, 2019
Es incierto el futuro que les espera a los partidos tradicionales de la socialdemocracia. Su ideario clásico ha sido asumido por otras formaciones de perfil variopinto —aunque la mayoría en la izquierda— y con resultados electorales aceptables, lo cual evidencia que ese ideario sigue teniendo predicamento entre importantes segmentos de la ciudadanía. La gran diferencia es que, al contrario que en el pasado, los partidos socialdemócratas no han llevado a cabo una profunda transformación ideológica acorde a los tiempos que corren, como tampoco parecen haber puesto una agenda en común o unas estrategias que los ayuden a revitalizar su potencial político. Parece que en el futuro asistiremos a una llamativa divergencia: el adiós a los partidos clásicos socialdemócratas mientras sus tesis siguen más vivas que nunca.
La rosa se marchita: el declive de la socialdemocracia europea fue publicado en El Orden Mundial - EOM.