—¡Sé verla al revés, sé verla al revés! En el asiento trasero, Ana no dejaba de chillar mientras, con los prismáticos dados la vuelta, miraba por la ventanilla el paisaje que se perdía al fondo del barranco, en la orilla opuesta del mar. La carretera se había ido estrechando y las curvas eran cada vez más cerradas. Tenía la sensación de estar recorriendo un zigzag interminable. En una de las revueltas, frente a las ruinas de lo que parecía una antigua abadía, vimos a un monje que le estaba dando de comer a una zorra. Parecía arroz. Más adelante, la luna se anuló tras una nube. Del onagro y su órgano, puro brillo imaginario entre las sombras, mejor ni hablar. —Juraría que ya hemos pasado por aquí —acerté a decir mientras sentía crecer el vértigo. Ana, en cambio, cada vez más excitada, no paraba de gritar: —¡Al revés y sé verla, al revés y sé verla!
Fue entonces cuando comprendí que «La ruta natural» era una trampa sin salida. Pero ya era tarde para emprender otro camino.
Imagen: Dunluce Castle, en Irlanda del Norte. © AJR, 2009.