El click, aquel microsegundo que atrapa esa imagen, ese momento, esa circunstancia. Queda grabado en el alma, queda grabado en el corazón, queda grabado en las sonrisas y a veces en las tristezas. Es un registro eterno de que vinimos, a algo vinimos, a muchos les pasa que en ese instante se transversa la vida, en lugar de ir a un ocaso, vienen de él y van a un verdadero despertar, un comenzar de nuevo. El registro del momento puede ser invisible porque a veces se vive y no se siente y menos se recuerda, pero claramente sucede. Dicen que la vida, en ese instante, se manifiesta como la perfección que intenta ser y que nosotros nos avocamos a evitarlo. A la alegría de la vida siempre le amargamos las milenarias tristezas del hombre, de sus miedos, de sus dificultades, de sus tragedias. Ese click bien lo generamos nosotros cuando entramos en paz con nuestras vidas o lo genera Dios o lo genera la enésima energía que transcurre por el orbe, ese momento que volteas a la nada, que te miras adentro, que te das cuenta de ese algo más que acaba de suceder y no sabes explicar.
El registro, aquello que queda tras el microsegundo. Es esa vibra que transcurre por la sangre, que se deja colar en una lagrima de alegría, es ese abrazo que nos da miedo pedir pero que anhelamos a gritos, ese encuentro de un minuto en que alcanzamos a vivir otra vida. Acostumbrados a las imágenes que quedan para redes sociales o para álbumes de olvidos, la selfie de Dios es el momento en que nos atrevemos a vivir una vida en un segundo, entendemos que la grandeza infinita de la vida se resume en instantes o mini vidas que nos van transcurriendo. Cuando miras a un amigo de siempre y le dices con la mirada: Venga que te quiero. Más cuando le dices a tu descendencia en un cruce de ojos, aun sin poder hablar, te has convertido en mi nueva vida. Nos pasa que haciéndole gala a la gran vida, al escenario completo, se nos van los mini escenarios, los ratos en que un cerro te esta miranda aunque te fajes a ignorarlo, ese ratito previo a que el sol te avisa que se va y te sientes en la obligación de girar y verlo, el mar cuando deja una ola más; una más fuerte; en la que te dice cuanto agradece y cuanta vida le da que estés ahí.
Una introspección, los segundos que nos reconocemos quienes somos. Cuando la verdad nos abraza, nos regala una caricia, nos regala el buen sabor de reconocernos irremediablemente necesarios para que este mundo siga en este tumbo milenario de crear historias para el infinito imposible.
Un amor, la conexión eterna que nos une y apega todo lo que nos rodea, aquellos que queremos y aquellos que detestamos. El amor es tan grande que solo le conocemos la menudencia de las relaciones humanas, es tan grande como el mismísimo Dios, la trillada frase Dios es amor es la explicación breve de que el amor se puede respirar, se puede ver, se puede escuchar, se puede saltar, se puede abrazar, el amor se puede…
Son las selfies de Dios, cuando alcanzas a verlo a los ojos. Cuando un momento cualquiera lo conviertes en sagrado, no por la formalidad, sino la pureza de un sentimiento. Cuando él te regala la mejor imagen para vos y vos le regalas una sonrisa que ninguna cámara es capaz de registrar. Es la sabana más infinita, el mar que azul se viste de cristalino para que necesites adentrarte en él, es un pico que deja nubes estacionarse para que alcances a devolverle una sonrisa, es una obra de cualquiera de nosotros que aunque su autor tal vez no nos conoció nos dejó ese regalo eterno para que en el recuerdo siga viviendo como si familia nuestra fuera.