La semilla del Estado Islámico en Irak: crisis económica, social y política

Publicado el 28 diciembre 2014 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

En la actualidad, el Estado Islámico inunda con un torrente de información todos los medios de comunicación y protagoniza buena parte de muchos periódicos y telediarios. La organización yihadista es ahora el foco de docenas de grupos de análisis y de los cuerpos de seguridad de varios estados que han llegado a organizar una coalición internacional para intentar poner freno al avance del radicalismo.

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La pregunta que muchos se hacen es sencilla: ¿Cómo es posible que el Estado Islámico haya cosechado tanto éxito? Irak, tras la marcha de los últimos soldados de Estados Unidos en 2011, seguía notando la influencia evidente de su tutor norteamericano. Los analistas y servicios de inteligencia miraban de cerca la política nacional del país de Oriente Próximo, así como la de una Siria sumida en la guerra civil. Cuesta entender que países como Estados Unidos o Israel, con tantos intereses y tantos medios en Próximo Oriente, no fueran capaces de prever el surgimiento de un grupo terrorista que llegaría a eclipsar mediática y operativamente a la actual al Qaeda. 

La respuesta es compleja y se corresponde a una larga suma de factores. Intentaremos analizar los más importantes.

Una generación perdida

Numerosos analistas y medios de comunicación intentan explicar el nacimiento del Estado Islámico observando la realidad política actual de Irak y Siria y apenas indagan en repasar la reciente historia de estos países, dejando una visión muy superficial del conflicto.

En 1991, una coalición internacional dirigida por George H. W. Bush derrotaba al ejército iraquí de Sadam Husein tras meses de bombardeos y maniobras terrestres. Aunque el dictador consiguió salvar su gobierno, la ONU impuso unas fuertes sanciones económicas para limitar las capacidades del país. Como era de esperar, el embargo apenas afectó a las élites, mientras que la población media iraquí vio caer en picado su calidad de vida, ya bastante dañada por la guerra. Este deterioro de la situación económica y social se sumaba a los efectos de la guerra con su vecino iraní entre 1980 y 1988, que había causado profundos estragos en el país del Tigris y el Éufrates. Trazando un paralelismo con el reciente caso de Rusia, este tipo de sanciones suelen justificarse en la creencia de que crear malestar entre la población hará que con el paso del tiempo se vuelvan en contra de sus gobiernos (algo que comentó el analista y profesor Paul H. Lewis por aquel entonces). 

En 2003, otra coalición internacional, esta vez dirigida por Bush hijo, volvía a invadir Irak, culminando con la ocupación del país. Irak, la única nación de mayoría chií (60% de la población) además de su vecina Irán, llevaba desde 1968 dirigida por el partido Baaz, de ideología árabe, socialista y laica (panarabista). Pese a la teórica secularidad del gobierno, Sadam Husein había instaurado su dictadura colocando en el poder a miembros fieles de la minoría suní (38% de la población), a la que él mismo pertenecía. Los suníes ocupaban puestos clave en el gobierno y monopolizaban los altos cargos del ejército. La provincia de al Anbar, el centro del llamado “triángulo suní” por ser donde más se concentra esta minoría, fue durante la Segunda Guerra del Golfo el lugar donde se vivieron los combates más encarnizados. Posteriormente destacaría como la fortaleza de la resistencia iraquí. 

Los suníes se vieron duramente castigados por su respaldo al dictador. De tener una posición dominante en la sociedad, pasaron a convertirse en un sector marginado de la política. A esto se le añade que su zona fue la más hostigada por la guerra (como ejemplo, en 2004 la ciudad de Faluya tenía alrededor del 60% de sus edificios completamente destruidos o dañados, así como conservaba menos de la mitad de su población).

Toda una generación creció a la sombra de la guerra. Los suníes nacidos entre los ochenta y los noventa vieron morir a sus familiares en dos guerras contra las fuerzas occidentales, sufrieron los bombardeos de la coalición y crecieron entre los escombros de ciudades en ruinas. Por si fuera poco, el nuevo gobierno de Irak claramente no los representaba. Todas las gobernaciones de mayoría suní votaron en contra de la Constitución de 2005 (Al Anbar con un 96% de voto en contra y la provincia de Salah ad Din  con un 81%).

El nuevo presidente, al Maliki, tomó una posición fuertemente pro-chií, blindando los cuerpos de seguridad y su gobierno, y dándole a la vez la espalda a la población suní de Irak. En 2012, bajo la influencia de la Primavera Árabe, los suníes lideraron diversas protestas, iniciadas por la redada policial que sufrió el Ministro de Finanzas Rafi al-Issawi (suní), que concluyó con el arresto de algunos de sus ayudantes. Aunque las protestas fueron pacíficas inicialmente, la tensión entre las fuerzas del orden y los manifestantes acabó colapsando, concluyendo en la represión violenta por parte del gobierno y en la muerte de varios manifestantes.

Según un informe de las Naciones Unidas de 2014, la provincia de al Anbar destaca con una tasa de desempleo de más del 18%, y se dispara en el paro juvenil que llega a rozar el 30%. En ciudades como Faluya, más de un 20% de la población vive en condiciones de pobreza extrema.

 Cuando los grupos yihadistas suníes empezaron a cruzar la frontera desde Siria, lo hicieron porque sabían que contarían con un fuerte apoyo. Los suníes de Irak habían sido expulsados del poder al que estuvieron acostumbrados; su líder, ejecutado; sus generales repudiados y sus aspiraciones de ascenso social, en buena medida, anuladas.

Con una juventud suní sufriendo de desempleo, pobreza, escasez de sanidad, con una educación destrozada por la guerra y los embargos y un sentimiento de total falta de identidad con el gobierno de Bagdad, el escenario para un alzamiento a gran escala por parte de la minoría parecía más que evidente. Hacía tiempo que el nuevo gobierno iraquí daba por perdidas las provincias de mayoría suní, y esa falta de atención motivó el rápido anclaje que tuvo el Estado Islámico.

Desde el primer momento, los integristas crearon un estado que a pie de calle intentaba poner medidas a problemas locales ignorados en Bagdad (repartición de alimentos, seguridad, sistema judicial) y en el que además se invitaba a participar a la población suní, dándoles una posición que ellos anhelaban. Aparte, otorgaba una razón de ser a toda una juventud hasta entonces marginal, reclutándolos como combatientes de primera fila o nombrándolos fieles funcionarios de una administración que les ofrecía promocionar sus vidas a un puesto de prestigio y reconocimiento.

Crisis y polarización religiosa

Tras la descolonización, varios países de Oriente Próximo y el Magreb tuvieron que hacer frente a una problemática interna. Sus fronteras respondían a los tratados de los imperios europeos de principios del siglo XX, que pasaban por alto la complejidad de una sociedad plural y diversa en muchos aspectos. 

Para los años sesenta, muchos de estos países consiguieron cohesionar un estado tan múltiple usando argumentos panarabistas o de corte socialista, como sería el caso de Irak y Siria. El nacionalismo árabe funcionó como pegamento y acalló las tensiones religiosas, muchas veces con el respaldo de gobiernos centrales fuertes o incluso sistema dictatoriales.

Para 2011, la pérdida de credibilidad de estos modelos políticos era evidente. La corrupción prolongada durante años acabó favoreciendo a unas determinadas minorías religiosas. La crisis económica desató el malestar entre gobernantes y gobernados.

En Irak, tras la invasión de 2003, el país sufrió un proceso de “desbaazificación” a manos de Estados Unidos, cual “desnazificación” de la posguerra europea. Los ideales nacionalistas que, ya con sus problemas, habían intentado mantener unida a la sociedad iraquí, se tiraron a la basura. En Siria, el colapso político del partido Baaz tras tantos años en el poder hizo perder fe también en el discurso nacional. La corrupción, la mala gestión y la caída en desgracia de los dictadores provocaron que la población buscara nuevas fórmulas de identificación.

En una situación como ésta, la identidad religiosa sirvió para cimentar la nueva estructura social. Además, el hecho de que ciertas minorías religiosas hubieran salido claramente beneficiadas de la corrupción de los gobiernos dictatoriales impulsó la escisión nacional. Distintos actores internacionales empezaron a respaldar a unos y a otros, según sus intereses, fomentando la quiebra de la comunidad.

La guerra fría contra Irán

Como continuación de los problemas económicos, sociales y religiosos, en los últimos años hemos podido ver cómo el conflicto internacional se ha desenvuelto alrededor de Irán. El país de los ayatolás, parte central del famoso “Eje del Mal” de George Bush, es probablemente uno de los gobiernos fuertes que tiene un antagonismo abierto con Estados Unidos e Israel. Su capacidad militar nuclear casi desarrollada (o quizás totalmente desarrollada) les ha salvado de cualquier intervención militar directa por parte del gigante americano o de sus rivales regionales.  Esto ha hecho que Estados Unidos y sus aliados tomaran otras vías de enfrentamiento para intentar minar la influencia iraní. Las sanciones económicas y el aislamiento político fueron algunas de ellas.

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Curiosamente, varios de los países que más fuertemente respaldaban al gobierno de Teherán eran Siria y Libia. Al mismo tiempo, el gobierno chií de al Maliki en Bagdad fue acusado de ser demasiado proiraní. Ahora, la desconfiguración de estos estados se ha convertido en un tablero de ajedrez, donde Irán intenta apoyar a las milicias chiíes de estos países y sus rivales hacen lo mismo con los suníes, fomentando la carrera armamentística y la rivalidad religiosa. 

El gobierno de Siria está claramente dirigido por los alauitas, una rama del chiismo a la que le mismo Bashar al Assad pertenece. Estados Unidos, algunos países europeos y otros rivales de Irán no tuvieron reparos en subvencionar a los grupos suníes radicales en un primer momento y armarlos para que socavaran el poder del dictador. Irán, por su lado, se ha encargado de subvencionar al gobierno sirio en su lucha por la supervivencia contra los rebeldes. Líbano, el hermano menor de Siria y que presenta una sociedad similar, se ha acabado contagiando del conflicto. Libia tampoco consigue escapar, donde tras la muerte de Gadafi algunas ciudades han quedado repartidas entre señores de la guerra

La suma de los factores

Todos estos puntos comentados además de muchos otros, como el éxito de la propaganda y la mediatización que ha tenido el Estado Islámico, crearon un arranque inicial en el grupo yihadista que lo convirtió en una máquina imparable de conquista y expansión.

Sus logros cosechados en Siria pusieron en jaque inicialmente al gobierno de Bashar al Assad, cuya autoridad quedó reducida a un tercio del país. Cuando cruzaron la frontera hacia Irak, la población suní rápidamente los respaldó. Incluso comandantes suníes veteranos del antiguo ejército de Sadam Husein se pusieron de su lado, viéndose escuchados y consiguiendo el puesto de reconocimiento que Estados Unidos y el nuevo gobierno iraquí les había negado. 

Por otro lado, el nuevo ejército iraquí, no tenía los mismos ideales nacionalistas que tuvo antaño. Miles de militares chiíes no estaban dispuestos a sacrificar sus vidas defendiendo provincias de mayoría suní con las que no se identificaban. La escasa moral provocó una desbandada masiva que facilitó el avance de los yihadistas. Los analistas de los gobiernos anti-iraníes podrían haber visto la irrupción de los radicales en Irak como una oportunidad para minar la influencia de Teherán en el país en un primer momento (de hecho, al Maliki se vio forzado a dimitir como Primer Ministro el pasado agosto, cediendo el cargo a al-Abadi). Esto podría explicar por qué la comunidad internacional, y principalmente Estados Unidos, tardó tanto en reaccionar. Esta estrategia fallaría cuando la ideología del Estado Islámico empezó a mostrar un fuerte odio occidental, explicado en parte por el recuerdo de las dos previas invasiones de Irak y la ideología salafista que arrastraban algunos grupos desde el principio. Ante la amenaza que esto empezó a suponer, Estados Unidos decidió mover ficha, de manera vaga y astuta, sin llegar a invertir el alto esfuerzo que le supondría frenar a este “enemigo” que está poniendo en jaque a la influencia chií/iraní sobre el mapa de Oriente Próximo.

La alta complejidad del conflicto y la mezcla de intereses entre potencias probablemente corren el riesgo de prolongar el choque armado por mucho más tiempo. A nivel internacional, mientras las relaciones con Irán no mejoren, el Estado Islámico tendrá facilidad en encontrar un flujo de ayuda externa. A nivel nacional, mientras el gobierno iraquí y el gobierno sirio no sean capaces de dar una solución a las aspiraciones de las provincias suníes, la escisión seguirá latente.

Pese a lo que muchos creen, una intervención militar a mayor escala o el aumento de los bombardeos difícilmente acabarán con el Estado Islámico. Ni siquiera el asesinato de sus líderes. El grupo yihadista responde a una problemática política y social profunda, que hasta que no se resuelva, mantendrá avivado el fuego de la violencia.

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