La Senda del Ocaso

Publicado el 08 octubre 2012 por Cspeinado @CSPeinado

Foto Propia.

Asciende de nuevo, quizás demasiado a menudo últimamente, la cuesta, cuajada de siglos, que conduce a la iglesia. Uno más que deja éste valle de lágrimas por aque caminito que, bordeando el pueblo, conduce al poniente de la vida... El camposanto. Es triste, piensa, apoyando su escuálida existencia sobre un entroncado garrote, heredado de su padre que a su vez heredara de su abuelo, que la vida sólo sea un lento caminar hacía la muerte. Él, que apenas ha salido dos veces del pueblo en sus ocho décadas de existencia ha ido viendo cómo, a lo largo de los últimos ocho meses la cuesta, antaño recorrida por la chiquillería, ahora se convierte en un calvario continuo en pos de dedicar su contado y limitado tiempo en dar someros y sentidos pésames a los deudos de aquellos que un día fueron sus amigos y conocidos y que, por ley de vida, lo van abandonando en éste valle de lágrimas. Un valle que sólo se puede abandonar por un lado. De frente, afrontándo la única cita a la que no puedes faltar y dejándolo todo atrás. Ley de vida.
Barandilla y bastón.
Triste es la vida cuando no hay con quien compartirla. Disquisiciones de un cuerpo agotado que a duras penas puede mantener su movilidad motriz. Se sienta, agotado, con las últimas palabras del responso de aquel cura novísimo que habla de la Muerte sin saber que es la vida, a tenor de su joven vida. Un sacerdote, piensa, que pretende comerse el mundo y Romacon su dialéctica fluida pero que, en los tres últimos funerles a él no le han parecido palabras de consuelo sino de advertencia. De advertencia sobre lo que, de manera inevitable, se le viene encima. Es triste quedarse sólo en la vida. Cuando tu ser más querido acude a la llamada de San Pedro es que te va haciendo el camino que, inevitablemente, habrás de recorrer un poco después. Se lía un cigarro. De esos negros, de tabaco duro y fuerte. Hacía más de cinco años que no fumaba. Cosas del médico. De aquel que se empalmaba los farias de tres en tres en las tertulias del bar. Le quitaba de fumar despues de detectarle un enfisema. Ahora piensa que todo le da igual.
La yesca que fuera su mejor compañera en las frías noches de invierno allá en las retamas y riscos de la Sierra Vieja prende con fruición tras cinco años de largo letargo. Saluda a algún contertulio. De los pocos que quedan. Los demás poco a poco se han ido  yendo al Barrio de los Tristes. Eso le causa cierta risa. No comprende cómo llaman tristes justo a los que tienen que estar felices por la liberación que supone el dejar un mundo en el que no encajas, un cuerpo que ya no te responde y una vida que ya no deseas. Prende su cigarro que dedica, cinco años después a su Maruja. Buena y fiel mujer. Fuerte, tanto para darle seis hijos. De esos sólo le viven tres. No siempre el país estuvo bien cuajado ni fue fácil mantener una prole de tal carácteristica. Triste pérdida, piensa, mientras da la primera calada y siente cómo el pulmón va creando una molestia en forma de cuscurreo que tras debatirse en su interior sale afuera en forma de dudosa y potente tos. Tanto que le hace soltar el bastón y agarrarse el pecho.
Las últimas caladas.
Se recompone. La fachada ante todo. Ay Maruja. Cómo me dejaste hace tres inviernos, ya no resististe más y el cáncer, ese mal que nos crece dentro te postró para siempre. Al menos, piensa, fue rápido, dos semanas y al nicho. Que menos que no padecer más que lo necesario. No puede olvidar los estertores, los gemidos. Dos semanas eternas, cómo ese cigarrillo. No creía que supiera tan bien. Da sus buenas caladas. Profundas. Se despide, cómo si fuera a verla pronto, de su mujer. Se le escapa una lágrima mientras se agacha a recoger la garrota que, tras él, quedará huérfana. Médico, ingeniero y maestro. No ve a ninguno de sus tres vástagos luciendo con orgullo, cómo el lo hace aquel bastón tan antiguo cómo su memoria. la espalda suerta un lamento en forma de crujido y a punto está de soltar el cigarro que muerde con fuerza con sus encía raidas, vacías de dientes desde hace tanto tiempo que no sabe si verdadermente algún día los poseyó. Se echa atrás y siente zaherido el lomo contra el bordillo de hierro.
Maldice mientras se siente inútil. Ningún parroquiano pasa en aquel momento, por lo que siente cierto sosiego. Así no se sentirá impotente e inútil cómo cada noche que pasa vislumbrando en el pasillo de su oscura morada el acceso y llegada del oscuro chófer que vía sueño eterno le conducirá a la compañia de su legítima, la que lo fuera por cincuent y dos años y que, Dios mediante, lo será por los siglos de los siglos. Atardece. Ve volver algunos de los que, más valientes y jóvenes, decidieron acompañar a los deudos del último agraciado con la tómbola de la Parca. El sol se va dejando caer en su períplo circular tras los montes del Poniente. Viejos guardianes de la blancura de un pueblo que se renueva cada año a fuerza de cal viva mientras los que ven enrojecer las paredes cada tarde al ocaso van feneciendo un poco más con cada día que pasa. Refresca. Se arrebuja en la rebeca y apoyándose en su inseparable amigo se aleja de la iglesia... Hasta el próximo caido.
Cuesta e Iglesia.
De nuevo las campanas tocan a duelo. Han pasado menos días de los que deseara y se encamina de nuevo al templo. Asciende liviano, mucho mejor que las últimas ocasiones. Es mucho gentío el que se dirige, flanqueándole al templo. El día es mucho más luminoso de lo que pudiera creer cuando a la mañana aquellos nubarrones lo tornaron todo tan oscuro cómo la noche más tenebrosa. No consigue reconocer a ninguno de los que al duelo acuden. El tiempo es cálido y verdaderamente no sabe ni quien es el fallecido. De repente se ve así mismo sin garrota y sin achaques. Sus dolores han desaparecido y reconoce a sus hijos, compugidos, algunos pasos por detrás. No comprende porqué son los únicos que van de luto mientras el lleva una ropa que cada vez es más luminosa y brillante. Algunas personas le sonrién y nota cómo el sol de poniente crece en esplendor mientras copa la altura de la cuesta y ve que no acudirá a más funerales. Alguien le tiende la mano. Es su Maruja, ha llegado el momento y, verdaderamente, nunca habría pensado que fuera tan fácil cruzar tan tétrico umbral.
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