Recuerdo perfectamente cómo llegué hasta este libro de Carlos Arniches: viendo en televisión, allá por 1984, la adaptación de la obra a cargo de actores como José Bódalo, Alicia Hermida, Luis Varela o José María Caffarel. Me fascinó. Y no lo hizo solamente por el excelente trabajo interpretativo de todo el elenco (cómo odié a Antonio Medina, insuperable en su papel de Tito Guiloya), sino porque el lenguaje de la obra me cautivó: qué belleza de frases, qué ingenio continuo en las réplicas, qué versatilidad de vocabulario. Así que me fui de inmediato al libro; y entonces me convertí en trevelista para los restos. Es la tercera vez que leo la obra y no tardaré en acudir, por cuarta o quinta vez, a la versión televisiva de Gabriel Ibáñez.
Si Arniches se hubiera limitado a concebir y plasmar una infame broma de mal gusto, que elige como víctima a la pobre Flora de Trevélez, quizá este drama no sería tan impresionante y tan imperecedero. Pero supo convertirlo en una obra maestra, en una reflexión sobre la crueldad del ser humano, sobre la estupidez que se deriva de los ambientes más sórdidamente pueblerinos y sobre el amor (el que acaricia don Gonzalo por su poco agraciada hermana). Leyéndola se oscila entre la sonrisa (las escenas donde Numeriano Galán se ve asediado por la romántica Florita, enamorada por primera vez) y la tristeza (cuando escuchamos la confesión amarga de don Gonzalo sobre el motivo por el que se tiñe el pelo y se viste de forma impropia para su edad), sin que el estilo de Arniches flaquee en ningún momento. Con un lenguaje que se paladea, que suena delicioso en estos burgueses de casino y terno impoluto; con una trama que se enreda de forma lenta y creíble; con unas entradas y salidas escénicas siempre bien pautadas; con un ritmo que no admite crítica ni mejora, La señorita de Trevélezes, temática y literariamente, un monumento de la dramaturgia española del siglo XX.