Por lo general, solo los artistas mediocres dicen cosas interesantes y desconfío instintivamente de los que tienen labia, de los que hablan fluidamente, de los graciosos, de los que disertan, sin pudor, sobre su trabajo. Nunca le cuento a nadie lo que estoy haciendo. Mi misma hija
– Papá nunca habla de lo que escribe.
y no sé si ella entiende que no es posible hacerlo. De qué hablar, si trabajo en la oscuridad y no veo nada. Si me fuese posible hablar de un libro, no sería necesario escribirlo. Trabajo en la oscuridad, tanteando, llegan sombras y se van, llegan arquitecturas fragmentarias que confluyen, se unen. Un día de estos, en la primera versión de un capítulo, empecé a llorar mientras escribía. He leído que Dickens
(otro aburridísimo)
reía y lloraba durante la composición de sus libros. No pude creerlo. Ahora sí lo creo: nunca antes me había pasado y dudo que me vuelva a pasar. Pero fue un momento único, de felicidad total, la sensación de haber alcanzado y de estar viviendo en el centro del mundo, en el que todo me resultaba claro, de una belleza indescriptible, de una armonía absoluta. Son momentos así los que persigo desde que a los doce o trece años
(para qué estoy haciéndome el tonto, sé perfectamente la fecha exacta)
me vino la seguridad fulminante de mi destino: fue el día 22 de diciembre de 1955, a las cinco de la tarde, yo iba, era pequeño, a casa en autobús, y de repente
– Soy escritor
y palabra de honor que esta evidencia me dio miedo: yo ni siquiera sabía lo que era un escritor. Después entendí que era casi todo lo que no son las personas que hacen libros, y lo entendí mejor.
António Lobo Antunes
Epístola de san António Lobo Antunes a sus lectores
Foto: António Lobo Antunes