Los argumentos que utiliza la derecha son emocionales y apelan a la seguridad cuando persiguen controlar cualquier contestación pública en las calles, cualquier expresión de rechazo; a la vida, cuando restringen el derecho de la mujer a decidir su propia maternidad; al esfuerzo, cuando buscan privilegiar la educación privada; a la sostenibilidad, cuando limitan prestaciones y servicios públicos básicos (educación, sanidad, becas, pensiones, etc.); al estímulo y el ahorro, cuando prometen bajar impuestos (directos); y a la libertad, cuando consiguen que el Estado no se inmiscuya en los negocios ni redistribuya con equidad la riqueza nacional. Son argumentos emocionales que exponen con éxito, no sólo entre sus simpatizantes, sino incluso en quienes por sus condiciones de clase debieran abominar lo que les perjudica y les mantiene bajo opresión.
La derecha tiene fácil presentarse como sensata con sólo preconizar lo establecido y mantener la correlación de fuerzas existentes en la sociedad. Y puede acusar a la izquierda de radical por su pretensión de transformar las condiciones tradicionales de ésta y por aspirar a un progreso basado en mayores niveles de igualdad y justicia social. Sin embargo, el peor “radicalismo ha consistido siempre en conservar pasados valiosos” para una minoría, podríamos concluir alterando una afirmación de Tony Judt. Y eso es, justamente, lo que la derecha camufla con habilidad al culpar a la izquierda de sus defectos.