Fue así cómo a media tarde de ese largo día, sin haberlo planeado, di con mis huesos en La Serena, una ciudad que tres meses antes, en mi camino hacia el norte, había evitado por suponerla muy turística. Y lo es, pero ahora estábamos ya en temporada baja y, además, resulta que la zona de mayor turismo es la costanera, a lo largo de la playa, donde se ubican las torres de apartamentos, los hoteles o bungalós caros y los restaurantes subiditos de precio. El casco urbano, mucho más antiguo, se halla dos quilómetros tierra adentro, al final de un recto y largo bulevar, de suerte que ambas zonas son relativamente independientes una de otra. Aquí es donde, salvo el faro, se encuentran todos los atractivos históricos, y tampoco escasea la oferta hotelera.
La primera noche, para no equivocarme, me quedé en un hostal con buenas referencias y cercano a la estación de autobuses; pero al día siguiente, como quiera que mi habitación resultó más bien fría, me mudé a un económico albergue bastante informal, situado prácticamente en el centro y con mejores referencias aún. Esta vez acerté de lleno, ya que no sólo me tocó una habitación muy acogedora y con calefacción, sino que el anfitrión, Víctor, resultó ser un tipo fenomenal: un soltero coetáneo mío que, tras haberse pasado la vida trabajando duramente como empleado, había decidido montar su propio hospedaje y le iba la mar de bien: alquilaba tres o cuatro sencillas pero bien equipadas habitaciones en su propia casa y atendidas por él mismo junto con su hermana, ambos extraordinariamente sociables. Su genuina capacidad para empatizar trascendía el aspecto puramente mercantil del negocio, haciendo de cada huésped un encuentro personal que en muchas ocasiones -según me contó- había derivado en largas amistades. Yo, que tras el fiasco de Vallenar ya me había resignado a dar prematuramente por concluido mi viaje al cono sur y a pasar de puntillas por La Serena para hacer unas últimas etapas en Vicuña u Ovalle, acabé renunciando a éstas y quedándome los tres días disfrutando de la hospitalidad y conversación de Víctor. Incansable hablador, me contó infinidad de cosas sobre su vida laboral en la logística del transporte, donde al servicio de un empresario alemán había aprendido a trabajar como Dios manda; o sobre historias que le habían contado sus clientes, a algunos de los cuales acabó yendo a visitar a Europa. Con cualquier cosa se entusiasmaba, y su capacidad para sorprenderse revelaba una cierta ingenuidad que lo hacía una de esas amables personas que cada vez encuentra uno con menos frecuencia. Al decirle que me quedaría con él varios días le faltó tiempo para rebajarme el precio, y una de esas tardes acabamos bebiéndonos mano a mano una botella de vino blanco (cortesía suya) y otra de macerado (por mi cuenta) mientras veíamos el partido de clasificación Uruguay-Chile. Generoso y desintersado, me aconsejó varias actividades que podía hacer por la zona, advirtiéndome de aquéllas que eran excesivamente turísticas.
Así, siguiendo sus sugerencias, durante esos días visité Pisco Elqui, un pintoresco (aunque algo artificial) pueblecillo sobre el no menos pintoresco valle del Elqui, conocido por su buena uva (para vino, mesa y pisco), sus cuidados y estilizados viñedos cubiertos con mallas, sus limonares y naranjales y sus cielos despejados, buenos para observar las estrellas. Esta última circunstancia, junto al hecho de haber sido, antaño, lugar de avistamiento de cierto eclipse total de sol, le han conferido al pueblito un falso misticismo que ha disparado su popularidad entre jipis y un turismo particularmente sensible a esas bobadas, convirtiéndolo en un caro destino, frecuentado -e incluso habitado- por "artesanos", saltimbanquis, porreros y perroflautas de todo pelaje.
Pero el recorrido valle arriba por las cuenca de los ríos Elqui y Claro bien vale la visita, porque se pasa por quebradas muy curiosas y pueden verse sus graciosamente dispuestos viñedos y huertos frutales, en contraste con las peladas y yermas laderas rocosas del valle. Me quedé con las ganas de visitar Vicuña, a mitad de camino por esa misma carretera: un pueblo más grande, más templado y -a decir de Víctor- mucho más interesante, y considerablemente menos caro que Pisco, pero me dio pereza dedicarle un día cuando, de todos modos, aún me faltaba por visitar la propia Serena, una de las pocas ciudades chilenas que conservan -y, al parecer, con orgullo- su aspecto colonial, con la característica cuadrícula de diez calles de lado, muy animadas por el comercio hasta las seis o siete de la tarde, hora a partir de la cual cierra casi todo y es difícil encontrar nada abierto, incluso los restaurantes. En una manzana del casco antiguo hay una particular concentración de pequeñas tiendas donde venden una enorme variedad de productos típicos, artesanías y souvenirs tan folclóricos que uno querría llevérselos todos a casa en un caminón; pero como mi equipaje es muy pequeño me limité a comprar algunas chucherías que ocupasen poco espacio. Aparte, me agencié una botella de macerado de papaya para no llegar con las manos vacías a la convidada de Víctor. Ese mismo día visité también la costanera, sobre una larguísima playa (catorce quilómetros) que ocupa toda la longitud de la bahía y cuya zona turística se extiende casi hasta Coquimbo, en la punta sur. Un lugar idóneo para darse largos paseos. Por desgracia, de tanto como he andado estos pasados meses, desde hace dos semanas está doliéndome un pie y últimamente he tenido que poner fin a mis caminatas.
Me apenó llegar al término de mi estancia con el alegre y animado Víctor y despedirme de él. Aún podría haber arañado una noche más, pero no quise posponer mi regreso a Santiago hasta el mismo día de mi vuelo, por mucho que despegase a medianoche, por temor a que ocurriera cualquier percance por el camino; cautela que después comprendí innecesaria, pues desde La Serena hay decenas de autobuses diarios a la capital y, en caso de avería, no hay más que esperar media hora y subirse al siguiente que pase en dirección a Santiago; de modo que habría sido muy difícil perder el avión. Así que he tenido tiempo de reprocharme esa aprensión, ya que ese último día me habría aprovechado mucho mejor en La Serena, o visitando Vicuña, que no malgastando tiempo y dinero aquí en el aeropuerto, como hago ahora mismo. Felizmente, veo al mirar el reloj que han transcurrido ya casi cinco de las diez largas horas de espera.
De mi postrer día en Chile hay muy poco que contar. El viaje de La Serena a Santiago transcurrió sin novedades dignas de mención, a través de unos paisajes verdes como no había visto en tres meses, extrañamente similares a los de mi tierra cuando tenemos uno de esos raros otoños lluviosos. En la capital alquilé, para mi última noche, una habitación en un hotel de cuatro estrellas que no estaba a la altura de su categoría: la ventana de mi cuarto no cerraba bien y el aire acondicionado no calentaba lo suficiente; de los dos ascensores sólo funcionaba uno y se demoraba bastante; no había bar, sino sólo un enorme y desangelado comedor con mesas de cafetería universitaria. Pero así es el alojamiento en este país: precios europeos, calidad hispanoamericana.
Doy aquí por finalizado este cuaderno, el primero de mis diarios de viaje que acabo puntualmente sin tener que escribir las últimas etapas cuando ya todo ha concluido, desde casa, lo cual suele darme cierta impresión de impostura. Es como si el capitán de un barco escribiese el cuaderno de bitácora no en su camarote o el cuarto de derrota, sino en la habitación de un hotel, viendo por la ventana su nave atracada en el muelle o fondeada en la bahía.
Fin de mis aventuras y desventuras por Chile y Perú durante el invierno austral del año dos mil veintitrés.