La siesta

Por Factotum

Las tardes de verano eran tardes de siesta.
Dormir después de comer, durante la canícula, era una manera de combatir la agresividad solar que se cernía sobre la vega granadina en las primeras horas de la tarde. Desde mediodía, el sol se desplomaba sobre cualquiera que anduviera en los campos, o en las aceras, o esperara el autobús en las marquesinas de las líneas urbanas. Un astro rey inmisericorde que mataba poco a poco, rayo a rayo, a cualquier súbdito que se atreviera a desafiar su toque de queda.
Las calles quedaban desiertas, las gentes se resguardaban de la furibunda naturaleza tal cual lo hacían de las tormentas que descendían de la sierra descerrajando misiles pluviales sobre la ciudad Nazarí. En ambos casos los pueblos se mostraban abandonados y fantasmales.
Cada domingo, mis hermanos y yo nos desplazábamos al pueblo vecino. Mi abuela paterna nos recibía con los brazos abiertos, la boca llena de besos y la mesa puesta y dispuesta para que sus nietos se encontraran como Pedro por su mansión de fantasía y color. Además, ahí, a la hora de la siesta teníamos vía libre para cumplir con ese ritual o dedicarnos a otros menesteres. Por lo general, cuando estábamos bajo la supervisión de mis padres, no había manera de escaquearse. Era obligado sestear, llegado el momento, cuando el sol lo dictaba. Así que entre las cuatro y las seis, y a veces hasta más tarde, teníamos que tumbarnos en la cama y dormir, o leer, o estudiar, o hablar por lo bajini entre nosotros para no perturbar el descanso de los durmientes.
En casa de mis yayos era diferente. Después de almorzar consentían que viéramos la tele o que jugásemos, incluso me permitía el lujo de explorar la casa, mil veces explorada, en busca de no sé qué secretos, escondrijos nuevos, y pequeños tesoros de bohardilla. Todo con tal de no tenderme en la cama y lidiar con un Morfeo iracundo por trabajar en horario intempestivo.
Y ahí estábamos los tres hermanos. Mi hermano mayor con sus lecturas, simultaneando a esos ases patrios del acero más cortante; el capitán Trueno y El Jabato, mi hermana menor con sus divertimentos y juegos que mis abuelos tenían para ella, y yo, claro, viendo la tele o no haciendo otra cosa que no hacer nada. Me movía de un sitio para otro sin rumbo fijo. Me gustaba mirar la calle inhóspita bañada de sol, admirar los pájaros que surcaban los cielos sin miedo a quemarse mientras esperaba la hora para ver por la tele las aventuras y desventuras, los vuelos y aterrizajes forzosos de “El gran héroe americano”. O proyecto de héroe que necesitaba brincar mientras contaba hasta tres para alzar el vuelo, manteniéndose con más pena que gloria en los radares de la cordura. Era una de las primeras series a las que teníamos acceso. Así que las sobremesas dominicales de aquel verano eran sinónimo de libertad para hacer y deshacer, para ir y venir, para buscar y encontrar y para acudir a la cita con ese personaje, torpe heredero de “supermanes” y demás combatientes alados del mal.
Pero un domingo, al poco de cumplir once años, descubrí los pormenores y, sobretodo, los “pornomayores” de no acatar esa marcada doctrina una vez más.
Llegamos a casa de mis abuelos paternos a la hora de comer. Mi abuela nos agasajó con una paella en la que no se avistaba verdura por ningún sitio, refresco, pan blanco y de postre, helado de vainilla y chocolate cortado en un cuadradito y protegido por dos galletas de canela. Como de costumbre, todo estaba saliendo a pedir de boca. Y así seguiría durante las siguientes horas.
Ese día sufrí mi primera contraprogramación en la tele. No había gran héroe americano, ni otra serie en la que fijar mi atención o adecuar mi banco de imaginaciones. Así que mi hermano se ocupó de sus héroes novelados, mi hermana desapareció bajo un alud de juguetes y yo quise pasear las aceras cual héroe tocado del ala y sin miedo a que mi capa quedara a merced de ese sol que pegaba con una mala leche exacerbada.
Los vecinos de mis condescendientes ancianos eran de etnia gitana. Juan, el cabeza de familia, trabajaba en la construcción, la madre laboraba en las tareas del campo junto a otros lugareños, y las hijas se dejaban llevar por la desidia estival. Pasaban los días deambulando de un sitio a otro, cuidando la casa, alimentando unas cuantas gallinas y vigilando el palomar.
En aquella época, las casas permanecían abiertas, las puertas no se ajustaban a sus quicios hasta que la noche mitigaba el infierno veraniego.
Ese día en el que mi gran héroe decidió tomarse el día libre, pasé por delante de la casa del gitano. La cancela, abierta. La curiosidad mató al gato, sí. Y según mi hoja de ruta exploratoria y el refranero popular, tendría que haber acabado conmigo. Pero no fue así. Mi curiosidad me llevó a conocer otros parajes recónditos a los que, a día de hoy, sigo peregrinando cuando entorno los ojos.
La primogénita, Belén, estaba tumbada en el sofá. No la distinguía desde la entrada. Pero supe que ella a mí sí cuando mentó mi nombre conminándome a acercarme. Obedecí yendo hasta donde estaba tendida. Me asió por las muñecas y me preguntó cómo era que no estaba echándome una siesta. No supe qué contestar porque mi lengua estrellaba los vocablos contra mis dientes ahogándolos en una ciénaga salival. Estaba inmóvil, cegado por un nuevo y singular calor. Belén mostraba su cuerpo rendido al descanso sobre un sofá cama en una habitación casi a oscuras. Sólo una camisola abierta en canal por la que despuntaban sus pechos la vestía. La cabeza, en primera instancia, me dolió, alineándose con mi boca que seguía sin encontrar palabras ni formulismo cualquiera que me ayudase a salir del paso.
Tenía mis once años apuntando hacia esos pezones de color del café helado que tomaba mi madre. Estaba petrificado, como si me encontrase frente a mi kriptonita particular.
Ella me miraba observarla. Al cabo de un rato ya teníamos las manos entrelazadas, ocupándose las suyas de que la recorriera con la mirada. Me guió por su cuerpo. Cien gestos y ni una palabra en poco más de quince minutos. No tuve miedo al notar mi excitación. Ahí estábamos; un héroe a punto de colgar los hábitos, y ese cuerpo de veinte años gritándome que no sólo de pan y héroes vivía el hombre. La niña mujer me exhortó a entrar en contacto con su cuerpo. Y tímidamente posé mi nariz sobre sus pechos, y tímidamente posé mis manos sobre su vientre, y tímidamente abrí la boca para respirar y las aletas nasales temblaron cuando el olor de su piel erizó la mía y erotizó mi conciencia.
Salvo el saludo inicial y ese querer saber por qué no estaba durmiendo la siesta, no existió conversación alguna. Hablaba su cuerpo y respondía el mío. Sus dedos jugaban con mi pelo, masajeaban mi cabeza y sentía la presión de sus uñas arañando mis pensamientos, rescatándolos, apaciguando mi travesía.
Durante un cuarto de hora me limité a seguir sus indicaciones. Pon la mano aquí, me decía. Ponla allí. Colócala entre aquí y aquí. Ven, posa tus labios aquí. Mira, huele aquí. Y así me ayudaba a explorar sus recovecos. Sin saber cómo me descubrí sembrando de besos ese cuerpo mientras el mío desanclaba su infancia.
Ella se retorcía, culebreaba, otorgándome honores de protagonista en su simulado juego. Se movía con gestos rápidos y miradas que destellaban en la oscuridad del habitáculo. Suspiraba fuerte mientras escondía los dedos entre sus piernas. Ante tanto gemido, ante esa figura que se doblaba como una hoja, temí que le estuviera pasando algo. Alcé mis manos, rindiéndome al enemigo, queriendo abandonar ese campo minado de deseo mientras ella exclamaba que no, que no, -deja las manos ahí, que se diviertan-. Y las manos se divertían conduciendo mi estremecimiento y mi boca se hacía agua cada vez que se posaba sobre su abrevadero.
-Vete- me dijo. Dejó de temblar justo cuando mi sexo empezaba a experimentar una especie de descarga eléctrica. Me advirtió que ese juego era sólo nuestro. Que fuese a verla cada vez que quisiera. Y quise muchas tardes dejarme caer por su casa, primero, y por su cuerpo después. Ese tesoro corpóreo que respiraba la oscuridad de la habitación, a la hora de la siesta, al ausentarse sus padres. Esa fragancia que invocaba mi anhelo cuando éste se manifestaba en contra de la siesta.
Los demás domingos de ese verano seguí frecuentándola y memorizando su anatomía. Era obediente como no lo era con nadie. Si me decía ven, lo dejaba todo, fuera lo que fuera todo, incluidos héroes americanos, juegos variopintos y demás delicias infantiles. Me postraba ante ella, junto a ese sofá, oasis del pecado. A su señal, comenzaba el recreo; las exploraciones, el tacto en la piel y la piel desnuda lamiendo el silencio, besando las voces quedas que se escapaban entre los labios apretados. Aprendimos a disfrutarnos a lo largo y ancho de ese estío.
Después, durante el invierno, la entrada a su casa y por ende a su desnudez, permaneció cerrada a cal y canto. Su padre seguía trabajando en “la obra”, su hermana aprendía a crecer y su madre las vigilaba de cerca convirtiéndose en la centinela de mi castillo cañí.
Como le sucede a todo niño, me venció la impaciencia. Me aburrí aguardando una ranura por la que colarme y volver a embriagarme con su olor a vainilla. Me cansó la demora y darme de bruces contra las puertas cerradas. Mis juegos se disiparon como por arte de magia negra.
Han pasado cinco mil años, como reza la canción de Pedro Guerra. A menudo me viene a la cabeza Belén y sus maniobras orquestales en la semioscuridad de aquella casa.
Entonces evoco mi sexualidad naciente a esas horas en las que las personas descansaban, el sol quemaba y mi gran héroe americano surcaba los cielos a ras de suelo. Intento recordar cómo regresaba donde mi abuela, qué pretexto utilizaba para explicar mi ausencia, cómo era recibido, qué me decían. Es esto lo que me conmueve. Mi memoria ha dejado escapar algunos datos. O no los necesita porque sabe que no son necesarios para que pueda narrar aquel hecho. Sé lo que sucedía antes, a lo que me enfrentaba durante, pero no lo que acontecía cuando finalizaba el camino de regreso.
Me consuelo pensando que quizá es sólo una historia más que mi mente ha gestado. Que nada de aquello sucedió. Que es mi cuerpo el que necesita esos calambres adolescentes cada vez que dormito.
Hasta el día de hoy no había vuelto a dormir la siesta. Acabo de regresar a la realidad. Lo último que recuerdo es la voz del hombre del tiempo anunciando lluvias que nunca arreciarán.
Al despertar he notado el peso de la memoria golpeando mi sien. Mi frente se ha perlado de sudor cada vez que mis ojos y mis labios deletreaban el nombre de mi gitana. Su recuerdo ha sobrevolado la estancia dejando un reguero de letras para que las saboree, las ordene, las rememore y las dibuje sobre este lienzo catódico.
Me siento en el borde de este desvencijado sofá. Acaricio a mi gato que se despereza y ronronea y opta por seguir durmiendo.
El café se ha quedado frío, qué curioso, no he probado ni un sorbo. También esto es novedoso. Estudio la taza, la muevo en círculos como hacen algunos santeros que quieren decirte lo que te deparará el futuro a través de los posos. Pero a mi futuro no le gusta el café y sus dotes adivinatorias.
Pongo un cedé en el equipo de música. Dejo que Pedro Guerra y Serrano hagan trinar los pájaros que anidan en mi cabeza.
De la cocina vuelvo con una copa de oporto en una mano y una historia con sabor a vainilla en la otra.
Y mis dedos descienden, acarician el teclado con la misma suavidad e idéntica soltura con la que reptaban su impudicia, ascendían sus dunas y se zambullían en ese acuífero que ahora provoca que mis glándulas salivares estallen su sabor en mi boca.
Y Belén se hace letra…