Mi padre no hablaba nunca, y si lo hacía era con frases ambiguas; decía, por ejemplo: «Como usted quiera», «Como guste» y «Si lo desea». Eran frases extremadamente gentiles, pero las pronunciaba con un tono helado e incoloro de voz; tan opacamente, que en realidad, podía decirse que no había hablado. Si mi madre le proponía un paseo, jamás decía que sí o que no; respondía invariablemente: «Si tú quieres...» y uno pensaba que efectivamente, para él daba lo mismo salir de paseo o quedarse. Mientras yo crecía, esta tendencia se fue acentuando, y también la irritación de mi madre.. En realidad, no se le podía hacer ningún reproche. Él no se destemplaba nunca; no padecía accesos de ira, ni resultaba injusto; no maldecía, ni soltaba improperios.. Pero también era imposible halagarlo: no confesaba jamás un deseo. Hasta a la hora de comer, parecía que si ingería algún alimento era por no rechazarlos, sin voluntad propia. Si mi madre le decía, por ejemplo: «¿Te gustaría un trozo de cordero para el mediodía?», él contestaba invariablemente: «Si quieres ... », y el trozo de cordero podía ser sustituido por una pechuga de pollo, un plato de fideos, una pata de cerdo o una tortilla de ajos, sin que la respuesta sufriera ninguna modificación. No asumir ningún deseo lo liberaba quizá de cualquier responsabilidad, y también, de cualquier gratitud. Y la exasperación de mi madre, librada a su propia iniciativa en el placer y en la desdicha, resultaba en apariencia un acceso histérico. Crecí en el rencor. Era cariñoso conmigo, su única hija, pero yo rehuía sus expresiones de afecto y me mostraba distante. Entretanto, los accesos nerviosos de mi madre iban en aumento. Exasperada por la influencia gentil de mi padre, ella perdía el sentido progresivamente. A veces, agitada, abría y cerraba cajones por toda la casa sin saber qué buscaba. Eran gestos nerviosos, completamente despegados de cualquier objetivo. 0 repetía el mismo acto varias veces, histéricamente, sin atención ni memoria: doblaba en dos triángulos la servilleta, abría el cajón del armario, la metía dentro, cerraba el cajón; en seguida, abría el mismo cajón, sacaba la servilleta, la desplegaba, volvía a plegarla y a guardarla. Sus ofrecimientos a mi padre ya no eran tan firmes. Con un hilo de voz, decía: «¿Quieres que me ponga el vestido blanco o el azul?», y él contestaba, opacamente: «El que prefieras». Durante un rato, ella vacilaba. Tenía dos vestidos: uno blanco y uno azul. Pero también, ahora lo recordaba, tenía uno rosa. ¿Acaso él hubiera deseado que ella le propusiera el rosa? Vacilante, insistía: «Si no quieres ni el blanco ni el azul, me puedo poner el rosa». Él la miraba inexpresivamente y contestaba: «Como gustes». Al fin, exasperada, ella gritaba: «Se trata de saber cuál te gusta más a ti». Él la miraba como si su grito destemplado fuera la comprobación de su locura y muy lentamente, respondía: «Me gustan de la misma manera», pero con un tono tan gris y opaco que más que una afirmación, parecía un rechazo. Sin embargo, algo de verdad había en sus palabras: si mi madre se ponía el vestido azul o el blanco, nada en la helada gentileza de mi padre cambiaba. Ninguna fisura se abriría en la hermética oscuridad de su deseo inexpresivo. Dolorosamente me di cuenta que las relaciones más profundas se estructuraban muy sólidamente en fórmulas rígidas y repetitivas: la imposibilidad de romper el lazo se manifestaba en la imposibilidad de modificar la sintaxis. La fórmula de relación entre dos -y entre tres: yo también me configuraba, menuda esfera en mitad de sus órbitas- permanecía tan fija como la rigidez del lenguaje, y quizá sólo una súbita interrupción de la monotonía de la sintaxis podría provocar una ruptura en el nudo de la relación. Quizá porque me di cuenta de eso fue que busqué, en la maraña de fórmulas fijas, una variación. Había advertido el peso desproporcionado de la repetición. Cada vez que mi madre le decía: «¿Quieres entremeses o ensalada?», y él, mecánicamente, respondía: «Lo que quieras», sobre nosotros se desmoronaba el alud montañoso de la repetición: no era el peso de una sola pregunta ambiguamente contestada: era la acumulación de los días, de las frases la que caía sobre nuestras espaldas. A la vez, la pregunta esclerosada invita a la respuesta conocida. Era como un nervio estimulado siempre en el mismo sentido, capaz de responder al estímulo sólo con la repetición de las condiciones anteriores. Pensé que era más fácil introducir una modificación en la estructura de la frase que en la relación entre mi padre y mi madre. Quizá, mágicamente, el nuevo orden de las palabras o la incorporación de unas nuevas tuviera la facultad de resquebrajar la estructura total. Hay estructuras en apariencia muy sólidas, pero que se vienen abajo rápidamente, tal es el deterioro interno que se ha producido de manera invisible. Esta tarde, íbamos a salir de paseo los tres; así lo había proyectado mi madre ante la silenciosa indiferencia de él. Nerviosa, mi madre bajó las escaleras con esa leve excitación que denunciaba su inseguridad. Traía un par de sandalias en la mano, y en la otra, unos zapatos de tela. Mi padre jugaba distraídamente con las llaves en el fondo de su bolsillo. Ella se acercó alegremente y blandió ante él las sandalias, los zapatos. «Estoy tan contenta de dar un paseo», exclamó. No estaba mal, pero cualquiera podía darse cuenta de que se trataba, en definitiva, del prólogo a la pregunta, a la alternativa que de inmediato le propondría. Él también lo sabía, por supuesto. Yo cerré los ojos, y pensé: «Otra vez. Otra vez lo hará. Va a decirle qué prefiere». En efecto, con aire aparentemente ingenuo y juguetón, pero un poco afectado, mi madre agregó: «Querido, ¿qué prefieres, las sandalias o los zapatos?» Mi padre no dejó de jugar con las llaves en su bolsillo. Si miraba, era hacia alguna parte, más allá de la pared, invisible para nosotras. Esbozó una imperceptible sonrisa -fría como el muro- y contestó, sobriamente: «Haz lo que quieras». Mi madre permaneció de pie en el último peldaño, con las sandalias y los zapatos en las manos, como niños muertos. La sonrisa levemente eufórica desapareció de sus labios y yo, aterrada, vi cómo bajaba los ojos y concentraba la mirada en aquellos objetos que ahora parecían desprovistos de cualquier encanto. De pronto, se ausentó: mirando fijamente ambos pares de zapatos, estaba a punto de una de sus crisis nerviosas, mientras él, distante, esperaba. Lentamente, me acerqué a la escalera. Mi madre temblaba imperceptiblemente, y yo también. Iba a hacer lo de siempre: escoger uno de los pares -creo que yo prefería las sandalias- y ayudarla a ponérselos, cuando mi madre, con suma dificultad, hizo un último esfuerzo: «Me gustaría saber si te gustan más las sandalias o los zapatos», le dijo a mi padre, con una voz algo atildada, marcando mucho las palabras. Él la miró incoloramente. «Cualquiera de los dos», respondió con voz opaca. Entonces, de pie en el último peldaño de la escalera, me volví hacia él, de modo que mi cuerpo, más pequeño que el suyo, quedaba de frente a su perfil, y le dije, con voz firme y aparentemente tranquila: «Mentira. Estás mintiendo». La introducción de esta frase en la fórmula convencional tuvo un efecto de relámpago: mi padre volvió la cabeza rápidamente, como tocado por un filamento eléctrico, como si regresara de un sueño de espuma muy antiguo y me enfrentó. Sí, por primera vez un brillo fulgurante en sus ojos, un chispazo de orgullo y de valor. Era una mirada inteligente, tan aguda que obligaba a bajar los ojos. Estaba segura de no poder sostenerla, sin embargo, esforzándome, agregué: «En realidad, no quieres ninguno de los dos. Ni zapatos, ni sandalias. Ni ir de paseo, ni quedarte. Ni a ella, ni a mí. Ni a ti. Esa es la verdad». Siguió mirándome con curiosidad, único animal vivo entre los zapatos, las sandalias y sus deseos ocultos. Esta curiosidad le encendía la mirada. El esfuerzo me había extenuado. Pensé que iba a sufrir yo también un acceso nervioso y que entonces él me despreciaría, pero fue mi madre quien comenzó a temblar, a sacudirse convulsivamente y la escena -prevista en el antiguo guión- tuvo el efecto de apagar la mirada de mi padre. Otra vez, la gramática conocida, la sintaxis rígida. Mecánicamente, mi padre fue a buscar un vaso de agua. Yo asistí a mi madre, que gemía y temblaba. Las sandalias y los zapatos, muy ordenados, esperaban, al pie de la escalera, el viaje imposible. En la cocina, mi padre había tenido tiempo de recomponer la mirada. Volvía a ser fría y distante. Ayudó a mi madre a ponerse de pie, la guió hasta una silla. Consolada por su asistencia, ella se volvió hacia mí. «No debes hablarle de esa manera a tu padre», me dijo, severamente. «No vuelvas a hacerlo», agregó, mientras se sentaba. Sentí una violenta rebeldía. Las palabras se atorbellinaban en mi boca, pero me contuve. Hice un esfuerzo por controlar mis nervios. Busqué la mirada más opaca que podía encontrar y la alcé hasta mis ojos. La sentí cuajar como un lago helado. Cristalizó en pequeños espejos que miraban hacia adentro. Dirigí el lago helado en dirección a mi madre. «Como quieras», respondí con afectada suavidad y gentileza, marcando bien las palabras. Abrí la puerta, y me fui a dar un paseo. Mientras salía, escuché decir a mi madre: «Creo que me pondré las sandalias. Combinan mejor con el vestido. ¿No crees?» y la voz de mi padre, metálica: «Como quieras, querida».