La soberanía nacional

Publicado el 29 noviembre 2010 por Gonzalo

Una de las prerrogativas de la soberanía es el derecho a declarar la guerra. Nadie impidió que Irán e Iraq, en el ejercicio de su soberanía nacional, se desangraran durante ocho años (1980-1988) en una guerra demencial.

La guerra, iniciada por Saddam Hussein, dejó un millón de muertos y enormes cantidades de mutilados entre los iraníes. El régimen islámico de los ayatolás iba llamando a filas a generación tras generación de reclutas cada vez más jóvenes, y enviándolos al frente para producir olas humanas que los iraquíes iban abatiendo.

Los niños, empleados como “mártires” iban delante de los soldados, para hacer estallar las minas. Ambos países quedaron desangrados y arruinados por esta guerra absurda que, al final, acabó en tablas y ni siquiera sirvió para cambiar frontera alguna. Sin embargo, por ambos lados, la guerra fue celebrada y jaleada en monumentos y canciones como ocasión para el heroísmo, el patriotismo y el martirio.

En el actual orden jurídico mundial, el dolor, las matanzas, la supresión de las libertades, la opresión de las mujeres, la discriminación de las minorías y la destrucción de los ecosistemas más valiosos no son delito, mientras se realicen dentro de las propias fronteras de un Estado soberano. Nadie tiene derecho a intervenir. Solo las infracciones contra la soberanía son punibles.

Nadie intervino en el genocidio turco de los armenios ni en la actual opresión de los kurdos. No es necesario establecer un Estado soberano del Kurdistán, que, probablemente, generaría nuevas injusticias y opresiones y sería aún menos liberal que Turquía. Lo importante es garantizar los derechos y libertades de todos los habitantes de la zona, kurdos y no kurdos.

Para ello, es preciso diseñar e implementar un nuevo orden mundial que incluya un mecanismo de intervención en los asuntos internos de los Estados que conculquen los derechos y libertades de los individuos.

El soberano es, en principio, alguien que ejerce un poder exclusivo, absoluto, irrestricto e incondicionado sobre un cierto territorio y sus habitantes. La cualidad abstracta de ser un rey absoluto es la soberanía, definida por su primer teórico, Jean Bodin (1530-15956), como el poder supremo sobre los habitantes, no limitado por ley alguna, excepto la ley de Dios.

Primero, se dijo que el soberano universal es Dios, y que la soberanía del rey absoluto europeo sería una soberanía por delegación divina. Más tarde, el mito de la soberanía por delegación divina dio paso al mito de la soberanía popular. El soberano sería el pueblo, entendido como unidad metafísica con voluntad propia.

La soberanía del gobernante sería una soberanía por delegación de esa voluntad popular, expresada en la mayoría electoral, o en los portadores de la conciencia de clase o nación  (dependiendo de la variedad democrática, comunista o fascista de la doctrina).

Al final, la presunta soberanía acaba en manos de cualquier gobernante de un Estado independiente, por poco divina o popular que resultase su actuación.

Lo que distingue a una entidad política no soberana de un Estado soberano es que la primera está limitada en su capacidad de acción. Un municipio o una región o una comunidad autónoma española o un estado de Estados Unidos o del Brasil no es soberano, pues no puede declarar la guerra, por ejemplo.

Y sus decisiones internas pueden ser apeladas ante instancias externas, como el tribunal supremo o constitucional del Estado. A su poder le falta ese carácter supremo, incondicional e irrestricto que caracteriza a la soberanía.

En su conferencia de 1918, “Politik als Beruf “  (Política como vocación), Max Weber introdujo su famosa definición del Estado en términos del monopolio de la violencia legítima: “El Estado es una comunidad humana que reclama y ejerce el monopolio de la violencia legítima dentro de un determinado territorio”. Por tanto, el Estado incluye instituciones tales como las fuerzas armadas, la burocracia, los tribunales y la policía.

La idea de soberanía involucra dos nociones: 1) hacia dentro, el poder absoluto por el cual el Estado independiente es gobernado, es decir, la autoridad política suprema e irrestricta; y 2) hacia fuera, la ausencia de cualquier control externo.

Los mitos de la nación y de la soberanía fueron combinados en la idea del Estado nacional soberano, que sustenta la actual y obsoleta ideología del orden político mundial como un sistema de Estados independientes.

Desde finales del siglo XIX, toda superficie terrestre emergida -con la sola excepción de la Antártida- está dividida en Estados nacionales soberanos. Este es el contexto en que se ha formulado el principio de la no interferencia en los asuntos internos de un Estado soberano.

En su famoso artículo “Der Begriff des Politischen” (El concepto de lo político), Carl Schmitt  (1888-1985) desarrolló una teoría de “lo político” en la que las nociones de soberanía y autonomía se basaban en la distinción entre amigo y enemigo.

Esta distinción debería determinarse “existencialmente”, es decir, el enemigo es “cualquiera que sea existencialmente algo diferente y ajeno de un modo especialmente intenso, de tal manera que en el caso extremo los conflictos con él son posibles”.

La distinción entre amigo y enemigo definiría la política, como la de bueno y malo caracteriza la moral, y la de bello y feo, la estética. “El concepto de lo político” es un intento de alcanzar la unidad del Estado centrando el contenido de la política en la hostilidad hacia el otro, hacia el extranjero y, en definitiva, hacia el enemigo.

También hacia dentro, la soberanía es absoluta, pues cualesquiera derechos y garantías que puedan tener los ciudadanos frente al gobierno desaparecen con la declaración del estado de excepción. Por eso, Schmitt define la soberanía como “la capacidad de declarar el estado de excepción”.

Fuente: La cultura de la libertad  (Jesús Mosterín)