Porque, precisamente, gracias a esa justificación nacieron todos los “recortes” y demás “ajustes” que están ocasionando víctimas mortales en nuestro país. Es la consecuencia más desgraciada e insoportable, totalmente previsible, que se deriva de una política que persigue únicamente el beneficio vía austeridad en el balance de resultados. Amparados en excusas contables, negamos el acceso a la sanidad (también a la educación y a cuántas ayudas puedan contribuir a una integración real) de los inmigrantes que deslumbrados vienen a Europa creyendo que acuden a un mundo civilizado y moderno, al lugar que dice guiarse por los derechos humanos y al espacio económico más rico del planeta, aquel que promete alguna oportunidad a quien huye del hambre y la muerte a que estaban condenados en sus lugares de origen. Hambre y muerte que, paradójicamente, encuentran en lo que no era el paraíso soñado, sino el infierno de los desposeídos de carnet de identidad, de trabajo, de ayuda, de comprensión, de humanidad.
Algo está fallando. Está quebrándose lo fundamental, lo que nos brinda cohesión en la solidaridad y el socorro colectivos. No es de recibo que una persona fallezca, por muy indigente que sea, tras ser supuestamente atendida en un gran centro hospitalario de Sevilla. Fallan los mecanismos sanitarios cuando el objetivo es el “ahorro” y no la salud, y falla la deontología profesional cuando adolece de falta de sensibilidad para prescribir un alta médica a una persona en deplorable estado físico, que a sus 23 años sólo pesa 30 kilos y presenta una severa desnutrición y deshidratación, y a la que, al parecer, no se sometió a todas las pruebas que hubieran bastado (una simple radiografía) para detectar la bronconeumonía que finalmente segó su vida. Era un inmigrante polaco que, tras pasar dos horas y media en urgencias, se decide no ingresar y se da de alta por “problemática social”, a las dos de la madrugada. Poco después, se le encuentra muerto, tumbado en los sillones del salón de un albergue donde había sido conducido por los servicios de emergencia municipales. Probablemente no había camas disponibles, ni medicamentos, ni pruebas diagnósticas, ni una familia angustiada que reclamara asistencia ni ningún interés por atender a una persona de la que nadie se responsabilizaba. Sin tarjeta sanitaria, sólo tendría derecho a ese “tratamiento” de urgencia que recibió en tan sorprendente poco tiempo, menos del que tarda cualquier análisis en el común de las situaciones. Representaba un mero trámite que había que solventar sin desperdiciar los escasos recursos disponibles, y se derivó a los servicios municipales encargados de estos asuntos. Pero no se trata de un caso aislado.
En Valencia, muere a causa de un proceso gripal, en febrero pasado, otra inmigrante boliviana, de 42 años, por falta de atención médica. La mujer tuvo que recorrer durante casi una semana por diversos centros de salud y hospitales valencianos sin que en ninguno de ellos le dispensaran la atención requerida. Tampoco disponía de tarjeta válida para la atención sanitaria porque no cotizaba, motivo suficiente para negarle una ambulancia, una cama de hospital y el tratamiento habitual para una simple gripe que, sin el conveniente tratamiento, secomplicó y acabó con su vida. La peregrinación por uno de los sistemas sanitarios más avanzados de Occidente resultó inútil ante una simple afección, en principio benigna, que desajustaba nuestros presupuestos. Es otra víctima de los “recortes” que hacen “sostenible” nuestra sanidad, aquella que ahorra causando la muerte a los excluidos de la misma. Un suma y sigue de despropósitos y desgracias del que nadie protesta.
Lo grave es que no es un problema que afecte sólo a nuestro país, donde nos han atemorizados con una crisis que acabará desahuciándonos de todas las conquistas sociales conseguidas por las generaciones que nos precedieron, sino que es una estrategia global del pensamiento neoliberal que implanta su modelo económico en la Europa que resurgió de las guerras apoyándose en la justicia distributiva y en los mecanismos de solidaridad que dieron lugar al llamado Estado de Bienestar.
Este es el modelo de sociedad al que nos encaminamos, sin pulso, sin sensibilidad, sin alma. No hay que ser cristiano para compartir el bochorno que dice sentir el Papa católico. Porque ya no es cuestión de caridad, ni de fe ni de esperanza, sino que es cuestión de dignidad. La que se reconoce al ser humano para ser tratado como persona, no como mercancía. Sin embargo, los “ajustes” que estamos consintiendo nos contemplan como simples mercancías, susceptible de generar beneficios. Si no, nos desechan, nos excluyen, como a los inmigrantes. Y seguimos callados, tolerando todos los atropellos que pisotean nuestra dignidad. ¿Hasta cuándo?