La casta es uno de los principales marcadores de la identidad de los indios. Pero, vale la pena mencionarlo, ni es el único, ni seguramente el más importante. Hoy, la lengua, la religión, la aldea o la clase social pueden ser bastante más relevantes que la casta en la manera cómo los indios se perciben a sí mismos y son vistos por los demás.
Sin embargo, y a diferencia de lo que muchos pensaban no ha tanto, la casta sigue siendo un aspecto palpable en la vida de los indios. La “modernidad” no ha finiquitado la casta. Entre otras cosas, porque se apoya sobre dos sólidos fundamentos: el principio de la diferencia y el principio de la jerarquía.
El principio de la diferencia
La sociedad india (o surasiática en general, ya que el fenómeno no es ajeno a Pakistán, Bangladesh, Nepal o Sri Lanka) está compuesta por unas cinco o seis mil comunidades que los portugueses llamaron “castas”. Existen castas de decenas de millones de personas, extendidas por varios estados de la India (en cuyo caso, encontraremos subdivisiones de primer, segundo… y hasta enésimo grado); y háylas de unas pocas centenas de individuos, concentradas en una comarca reducida.
Tres características son recurrentes.
En primer lugar, cada comunidad posee sus reglas matrimoniales. Este es el aspecto más tangible y duradero de la sociedad de castas. Y la norma más común es la tendencia a la endogamia, es decir, a desposar dentro de un círculo matrimonial estrecho (con ciertas normas de exogamia de linaje o aldea). Uno nace en una casta porque es hijo de padre y madre de una misma o parecida casta. De hecho, la ibérica “casta” traduce la índica jâti, que –entre otras cosas– significa exactamente eso: “nacimiento”. La casta se hereda.
En segundo lugar, cada casta ha estado asociada a una ocupación tradicional. Hay castas de lavanderos, de sacerdotes, de médicos o de pastores. No obstante, este aspecto se ha dulcificado muchísimo en el último siglo, y quizá ni una tercera parte de los indios se dedique hoy a la ocupación tradicional de su casta. Además, históricamente, el recurso a la agricultura ha proporcionado bastante flexibilidad al sistema. Pero aunque una trabaje de secretaria o de costurera, seguirá siendo –por caso– de la casta de los lohârs (“herreros”).
En tercer lugar, cada casta conforma un microcosmos social, religioso y cultural en toda regla. Muchas castas siguen a grupos religiosos característicos, con templos, sacerdotes, liturgias, festivales y divinidades particulares. Seguramente poseen pautas alimenticias propias (con dietas y tabúes marcados). Puede que recurran a atuendos, ornamentos y hasta dialectos propios. Y a buen seguro tendrán su leyenda o mito de origen.
En fin, cada casta es cual gigantesco grupo étnico que –como el caso de los gitanos en Europa– se diferencia de los demás por las reglas de endogamia y perpetúa su distinción a través de sus tradiciones de culto, dieta u ocupación. La casta no se oculta. (El apellido suele delatarla.) Entre los miembros de una casta se tiene la sensación de compartir una misma sangre.
Ha sido gracias a la casta que el Sur de Asia ha podido integrar a la infinidad de comunidades lingüísticas, tribales o religiosas que lo componen. La India ha sido y es una de las sociedades más multiculturales y plurirreligiosas del planeta. Sólo allí uno puede vestir como quiera, adorar a quien desee, comer lo que guste, sin que le importunen. De ahí que nadie quiera ni ocultar, ni renunciar, ni abolir la casta. (Otra cosa es, por descontado, oponerse a las discriminaciones por razón de casta.)
Este talante pluralista es el que ha hecho de este país un terreno tan propicio para el desarrollo de las libertades o de la democracia. Y uno de los motivos de la resiliencia de la casta. Leer más en Librería Asia