Lo mejor es ser un poeta menor, uno que no trascienda, al que lean los amigos en los bares, del que hablen siempre en términos de afecto, sin que tenga que entrar en los circuitos de la poesía y dar recitales por los institutos, en las ferias del libro o que lo inviten a jornadas para que hable de su trasegar poético. Es mejor huir de las jornadas. No sé a quiénes satisfacen. Un poeta menor no precisa de esas obligaciones institucionales. Ni siquiera cuenta que publique mucho. Le vale un par de libros. Lo que realmente atrae del poeta menor es la intimidad de lo que cuenta, la sensación de que nos esté confiando algo de una privacidad exquisita. Yo nunca he sido un poeta menor. Tampoco mayor, entiéndase. He sido un poeta de barra de bar, de los que manuscriben versos en las servilletas, de los que de pronto se congracian de haber dado con alguno que suena bien y dice algo relevante. No da para más, no hay más, no podemos ahondar más. Si uno es un buen poeta menor y practica a diario, en las barras de los bares o en la quietud reservada de la casa, se tiene la seguridad de que va amar la poesía de un modo alto y puro. Conozco poetas a los que ya no les interesa la poesía. Solo publican libros, dan conferencias, se baten en duelo verbal con quienes malogran su pole position en los juegos florales del ayuntamiento. No son poetas esos de los que hablo. Son otra cosa, pero no poetas. Puestos a ser estrictos con el término, el verdadero poeta es el que está solo con su poema. Hablo de una soledad absoluta. Como si no hubiese otra cosa en el mundo. Rara vez, por no decir ninguna, se accede a ese lugar. La soledad absoluta, ah la soledad absoluta. Y entonces, si el poema merece la pena, asunto que no sucede casi nunca, el mundo cobra un sentido que nunca tuvo antes. Hay quien dice que en esos momentos epifánicos ve a Dios o Dios, fascinado por el texto, ve al poeta. Ya digo que son cosas que no sabe uno ni explicar como requieren.