La soledad del lector

Publicado el 15 octubre 2014 por Elena Rius @riusele


Dice un gran lector, Alberto Manguel:
«Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de la lectura, sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera. Los libros que atraviesan nuestras vidas son, para cada uno de nosotros, maravillosamente diversos»
La lectura no sólo es un acto singular, sino necesariamente solitario. Al leer, te encierras en un mundo aparte, donde únicamente estás tú y los seres de ficción en cuya historia te encuentras sumergido. No existe, para un lector, felicidad comparable a la de poder participar por unas horas de esos universos que para él son tan (o más) reales que la vida. Maravilloso. Sin embargo, en el mundo que queda fuera de las páginas de los libros -me resisto a llamarlo "el mundo real", porque hay mundos ficticios que son mucho más verdaderos que ese caos que nos rodea-, los grandes lectores, los enfermos de la lectura, gentes que antes dejaríamos de comer que de leer, que nos sentimos desnudos si no tenemos un libro cerca, nos sentimos a menudo raros. La cosa empieza casi en la infancia, cuando se manifiestan los primeros síntomas de nuestra manía lectora. Cuando resulta evidente que prefieres pasar la tarde enfrascada en las aventuras de Tintín que jugando al escondite, empiezas a advertir -porque los lectores, contrariamente a lo que algunos suponen, solemos ser grandes observadores, otra cosa es que nos guste lo que vemos- que tus coetáneos te miran con cierta desconfianza. Una actitud que no hace más que agravarse a medida que pasan los años y tú pasas más y más horas devorando libros en cualquier biblioteca. Pero a nadie le gusta sentirse un bicho raro, de modo que haces lo posible por ser como los demás. Ahí, inevitablemente, comienza una vida de fingimiento. No dejas de leer, claro, eso sería impensable, pero procuras que no se note. O no tanto. Si alguno de tus compañeros de clase menciona que durante las vacaciones ha leído "un" libro, te abstienes de hacer comparaciones con los diez que has leído tú y te interesas por saber qué le ha parecido (lo más probable es que sea una birria que tú ya leíste hace tiempo y no te gustó, pero también te abstienes de decirlo). Disimulas. Como disimulas en la adolescencia cuando te gusta un chico: evitas cuidadosamente sacar el tema de la lectura. Sospechas, estás casi segura, que tu faceta lectora te restaría muchos puntos de atractivo. Claro que para entonces ya has leído Madame Bovary, Cien años de soledad y bastantes novelas más que te han enseñado sobre las relaciones entre hombres y mujeres cosas que esos chicos "normales", tan amantes del deporte y de las motos, probablemente ignoran. Juegas con ventaja, pero tampoco eso puedes decirlo en público.Alguna vez, muy de tanto en tanto, te parece encontrar a alguno de tu especie. Si es así, bastan pocas palabras para reconocerse; como si de contraseñas se tratara, intercambiáis algunos nombres clave. Lo mismo que si fueseis exploradores que atraviesan territorio hostil, sentís un inmenso alivio al poder compartir experiencias. Quizás os sentáis durante un par de horas junto a una fogata y repasáis rutas y caminos, dónde se puede encontrar agua fresca, dónde comida, qué zonas más vale no pisar... Todo esto en sentido figurado, claro. En la vida real, lo más cerca de un tigre que has estado es leyendo a Kipling. Pero estos momentos de compañerismo, aunque placenteros, son escasos. El mundo, hay que reconocerlo, no está hecho para los lectores. 

"Doctor Livingstone, supongo."


Tampoco los lectores estamos hechos para este mundo. Porque el nuestro, ese que hemos construido a partir de los miles de otros universos que hemos pisado a lo largo de tantos años de lecturas, es mucho más rico, con más colores, más matices. Hemos pisado todo los continentes y hemos visto lo mejor y lo peor. Aunque parezca que nos aislamos, no estamos solos: nos acompaña una multitud. Leyendo, no vivimos una vida, sino muchas.