Me llamo Vito, tengo 43 años y soy ingeniero. Nací en Italia y, a causa del trabajo de mi padre, pronto tuve que abandonar mi tierra. He vivido ya en tantos lugares distintos que apenas sé de dónde soy y en qué sitio se encuentra mi casa. Hablo fluidamente tres idiomas y entiendo algunos más con un nivel aceptable.
Me eduqué en un internado de buen nivel. Desde muy pequeño me inculcaron la necesidad de sacrificarme para evolucionar en la vida sin tener que pasar dificultades, así que estudié intensamente durante un buen número de años, siendo el primero de mi promoción y renunciando a muchas de las pequeñas cosas que alegraban la adolescencia de mis compañeros.
No tuve novia hasta el último año de carrera, y justo al acabar me surgió la posibilidad de construir una presa en una comprometida zona de Brasil. La remuneración era enorme y las posibilidades de promoción posterior más grandes aún, así que el amor me duró apenas doce meses mal contados. También es cierto que nunca tuve esa necesidad perentoria de tener que estar con alguien. Siempre me he aceptado bastante bien a mí mismo.
Sin embargo, viajar tanto a lo largo y ancho del mundo me ha brindado la posibilidad de tener muchos y buenos amigos en casi cualquier rincón del planeta donde se necesitaba a un buen profesional como yo: Perú, México, Egipto, Turquía, Emiratos Árabes, Japón, Alemania, Hungría, España o la Italia de mis amores…
Tengo muchas habilidades sociales y estoy acostumbrado a tratar con personas de toda índole, raza, procedencia y condición, pero -si lo pienso- me he pasado toda la vida luchando contra la soledad.
Las noches me parecen inhóspitas y demasiado largas, por eso me las paso planificando las cosas que tendré que hacer al día siguiente. Siempre creí que dormir más de seis horas era una pérdida de tiempo irreparable, así que entre la fuerza de voluntad y mi ajustado reloj biológico -de precisión casi Suiza- fui construyendo a un hombre autosuficiente, formado, trabajador, culto, bastante tolerante y muy racional.
Un buen día, en una larga conversación por Skype con un amigo que se encontraba al otro lado del mundo, me sugirió que lo que yo necesitaba para matar los tiempos muertos entre viajes y las horas en vela del crepúsculo, era abrirme una cuenta en una red social. Me comentó que aquello era una especie de loco foro romano donde cada uno exponía sus ocurrencias y leía las ajenas, de modo que entretenerse era fácil y barato. Además, podía seguir voluntariamente las líneas de exposición que más me atrajeran y obviar las que poco o nada tuvieran que ver con mis gustos o exigencias. Así que, evaluada la recomendación, la consideré oportuna y lo hice.
Y sí: inicialmente me resultó muy entretenido. Era un nuevo mundo que jamás había explorado alguien como yo -tan veterano en explorar-. Había de todo: poetas frustrados, excelentes fotógrafos, Srtas. descaradas, babosos a gogó, pensadores de azucarillo, críticos irrespetuosos, cómicos baratos, famositos de papel cuché, filósofos del día a día, románticos empedernidos, mentirosos compulsivos, acosadores disimulados, músicos desconocidos, escritores de mercadillo, almas transparentes, hijos de puta en potencia… Era como la consulta de un psiquiatra que estaba abierta 24 horas al día, así que, para alguien con mi escasez de horarios resultaba fascinante adentrarse en semejante selva y comprobar que siempre había alguien.
Comencé a seguir cuentas indiscriminadamente y al poco tiempo comprendí que ese no era el camino: ni todo lo que leía me gustaba, ni la mitad de lo que encontraba me terminaba aportando absolutamente nada. Al poco tiempo y por un par de comentarios compartidos obtuve los primeros exabruptos. Aprendí que hay temas “calientes” sobre los que es mejor opinar solamente con amigos de verdad. Aquellos desconocidos tergiversaron totalmente el contenido de lo que expuse hasta hacerme incluso dudar de lo que yo mismo había dicho, y me contestaron con tal nivel de agresividad que me planteé si aquel era el sitio adecuado para estuviera alguien tranquilo, educado y coherente como yo. Pero he de admitir que la red social me enganchó…
Ya no esperaba a llegar a casa, ducharme, abrirme una cerveza fría y tumbarme en el sofá para abrir la aplicación. La abría dos o tres veces al día aprovechando que trasteaba el teléfono y me encontraba notificaciones y mensajes. Poco a poco me fue consumiendo tiempo incluso del propio trabajo. Sin darme cuenta me descubrí haciendo varias cosas a la vez: estaba pendiente del móvil mientras dibujaba vectores o asistía a una reunión con jefes de equipo.
Caí en la tentación de flirtear inocentemente con una chica. Me insistió, estaba muy lejos de mí y pensé que sería inofensivo. Aparentaba ser muy fogosa, bastante guapa y totalmente independiente, pero con el tiempo descubrí que era intensa conmigo y con media docena más de tipos, y que, además de estar casada, no era la que se mostraba en las fotos tórridas que me hacía llegar. Así que me sentí muy imbécil: engañado como un niño y manipulado para un burdo calentamiento ajeno.
Fue entonces cuando recuperé de mí a aquel perfeccionista que había construido durante años, y me paré a pensar si aquello merecía la pena: si ganaba algo ofreciendo mi escaso tiempo a un puñado de anónimos que quizás se estaban burlando de mí sin yo saberlo. Fue cuando me di cuenta de que, entrara cuando entrara, siempre estaban allí los mismos avatares: personas que -quizás- en vez de resultar tan especiales como ellos creían ser, eran sencillamente gentes sin mejores ocupaciones y sin vida propia, carentes de afecto real y necesitadas de un reconocimiento virtual que no alcanzaban a conseguir en su día a día.
Tenía dos opciones: o cortar por lo sano, cerrar aquello y olvidarme de toda esa panda de chalados, o bien volverme exquisitamente selectivo. Depurarlo hasta el límite de quedarme con lo mejorcito que fuera encontrando y ajustarme los horarios de uso para que ni aquello se convirtiera en una pequeña obsesión que me hiciera daño, ni yo me transformara en otro zombi de esos que escribían cada tres minutos durante dieciocho de las veinticuatro horas del día.
Después de mucho pensarlo hice lo segundo. Ni era justo meter a todo el mundo en el mismo saco de los desesperados por llamar la atención de cualquier manera, ni era rematadamente malo todo lo que había encontrado. Ya sentía también aquello como un poco mío e incluso había desarrollado afectos con algunas cuentas a cuyos propietarios desconocía realmente.
Sin embargo, desde mi cuadrada mentalidad de ingeniero sí que descubrí una cosa que me hizo abrir mucho los ojos con respecto a las redes sociales: quizás estaban llenas de nostálgicos de esos que ni saben lo que buscan ni por tanto llegarán a encontrar nunca nada, y quizás el necesitar contarlo todo renunciando a cualquier atisbo de intimidad personal no era más que una forma de pedir socorro ante esa temible palabra que casi todo ser humano intenta esquivar de forma automática porque no soportaría la simple existencia consigo mismo. Quizás aquella simple manera de buscar una liberación interior hacia el entretenimiento podía convertirse también en otra cárcel más. Había que usar la cabeza y tener cuidado.
Quizás esa jaula de locos era un enorme conjunto vacío. A lo mejor la red social era un ejemplo más de las carencias humanas. Curiosamente y de forma contraria a lo que yo imaginaba al empezar a usarla para ocupar mis ratos estériles, quizás huyendo de ella la había vuelto a encontrar, y la SOLEDAD en mayúsculas era esto de lo que ahora yo también participaba.
Quizás, quizás, quizás…
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