La solidaridad bien entendida empieza por casa

Por Malche

Cuando llegué a Daoukro, Costa de Marfil,  después de alquilar una casa junto con el resto de mis compañeros de trabajo, tuvimos que tomar la decisión de contratar o no servicio doméstico. En Africa es usual hacerlo, y de inmediato, ni bien nuestra presencia en la ciudad se hizo conocida, distintas personas empezaron a tocarnos la puerta a distintas horas para ofrecer aquello que sabían hacer: limpiar, planchar, cocinar, manejar un auto, ocuparse del jardín, hasta hacer las compras.
El dilema, para nosotros, era de corte moral: ¿era correcto emplear personal para hacer tareas que podíamos hacer nosotros mismos?. Sabíamos que hacerlo era moneda corriente en Africa. Mi marido me contaba que, cuando vivía en Rwanda, su empleada doméstica tenía a su vez ella misma una empleada doméstica y una niñera. Pero nos preocupaba la imágen que daríamos en la comunidad en la que estábamos intentando insertarnos, no sólo de nosotros mismos, sino de la organización para la que trabajábamos. En particular, nos preguntábamos si ésto podía hacernos ver como neo-colonos (fundamentalmente teniendo en cuenta que dos de entre nosotros tres éramos blancos). No queríamos dar la imágen del extranjero que se aprovecha de la población local, contratando mano de obra barata para hacer hasta la menor de las tareas. La sola idea nos resultaba violenta, y creíamos, además, que podía afectar nuestras relaciones con la gente de la ciudad. Así que, en lugar de contratar muchas personas, decidimos contratar una sola para que se encargue de la limpieza, y hacernos cargo nosotros del resto de las tareas, y ésto a condición de pagarle un sueldo digno (lo mismo que se pagaba en Abidjan, la capital. En Daoukro se pagaba usualmente una cuarta parte) y de darle libres los fines de semana (normalmente los empleados domésticos trabajan los siete días de la semana).
El año siguiente, luego de casarnos, mi marido y yo alquilamos un departamento en Abidjan. Yo, en ese momento, estaba sin trabajo, sólo acompañándolo, así que decidimos no contratar personal doméstico, ya que yo estaría todo el día en la casa, y del resto de las cosas (jardín, piscina, mantenimiento) se encargaba la administración del edificio.
Un día, al poco tiempo de mudarnos, el encargado me tocó la puerta. Me dijo que había notado que no tenía a nadie ayudándome con las cosas de la casa y que él tenía alguien para recomendar. Yo le expliqué que habíamos decidido no contratar a nadie por el momento, porque yo tenía tiempo suficiente para hacerlo, y él me miró un rato. Y después, con esa sinceridad tan directa que tienen los africanos, me dijo sin tapujos: "Eso está mal". Yo me quedé sorprendidísima y le pregunté por qué lo decía. Y él me respondió algo que recuerdo como si hubiera sido ayer: "Porque hay que compartir la buena suerte. Si su marido tiene trabajo y ustedes tienen dinero, hay que repartirlo. Si usted no contrata alguien que la ayude, hay una persona menos con trabajo, alguien que lo pasa peor. Cuando uno tiene trabajo, tiene que dar trabajo. Así es como debe ser."
Yo no atiné a decir casi nada, pero me quedé pensando mucho en sus palabras. Y empecé a atar cabos con situaciones que había ido observando desde que había llegado y a las que no les había encontrado explicación hasta entonces. Entendí, por ejemplo, por qué la chica que nos ayudaba con la limpieza en Daoukro tercerizaba el planchado, y por qué así lo hacían casi todos los empleados domésticos: siempre había alguna tarea que "tenían un hermano (frère, como llaman cariñosamente a los amigos) que la hacía mejor, y que a ellos no les salía bien. Este es el caso, por ejemplo, de las famosas lavandières de Abidjan,donde burkinabés lavan la ropa en el río, por encargo, y la cuelgan a secarse en el pasto, generando un espectaculo de colores impresionante.
Entendí por qué, cuando una persona tiene trabajo, su familia considera que debe hacerse cargo de ayudar en la educación de sus primos y sobrinos, aún cuando tenga familia propia. Entendí por qué uno de mis compañeros había llegado de Alemania (donde vivía hacía 7 años) con dos valijas de exceso de equipaje, llena de cosas que él ya no usaba para llevar a su familia extendida cuando los visitara en Togo. Recordé que, cuando alguien muere, es obligación moral y social contribuír económicamente con sus deudos, no sólo para los gastos funerarios, sino también para hacer más llevadero el tiempo después del mismo, y que los jefes de pueblo (una institución tradicional, reconocida administrativamente) suelen llevar en un cuaderno la lista de quien contribuye y con cuanto, porque si alguien puede dar y no lo hace la condena social no se hará tardar y se retribuirá la descortesía cuando alguien de su familia muera. Recordé, también,  una anécdota que me habían contado los abogados de la aseguradora de la organización, en la que todo un pueblo se presentó a cobrar la póliza por la muerte de uno de sus habitantes, aduciendo que todos, al fin y al cabo, se habían visto tocados y  afectados por su muerte.
La suerte se comparte-me había dicho Alí, el encargado. Y se comparte, pienso, porque en Africa entienden que somos todos uno, porque hay como una propiedad comunitaria de la suerte, por decirlo de alguna manera: Al compartir lo que se tiene, en lugar de guardarlo, quizás haya menos riqueza material individual, pero habrá, al menos, quienes sean un poquito menos pobres y , ojalá, un poquito más felices.