La luz de la farola proyectaba la silueta de los barrotes en la tabla de sus ilusiones. Aquel hombre con “cara de patata” rogaba desde el silencio de su pluma el estigma de su ideología. Los azotes de madrugada en las frías noches de enero dibujaban en su espalda las heridas de la dictadura. El silencio de las miradas en aquella cárcel de Alicante de los años de la posguerra, nos invita a los demócratas a escuchar el testimonio vivo de aquellos que conocieron antes al hombre que al poeta. Son precisamente esos gritos arrugados de la historia los que nos llenan de empatía para sentir el aliento de miles de familias que, angustiadas por el dolor de la dictadura siguen perdidas en el laberinto de su pasado.
La deuda de los pueblos con la sombra de su ayer debe servir al ideario colectivo para construir la solidaridad intergeneracional con el discurso de nuestros mayores. La Ley de Memoria Histórica, que probablemente sea el siguiente bastión progresista en caer por la contrarreforma acelerada de Mariano, ha sido el instrumento necesario para que la igualdad intrahistórica entre los unos, los ganadores, y los otros, los perdedores, tengan el derecho a ser distinguidos de las fosas del anonimato. Las víctimas del franquismo. Aquéllas que en su día perdieron a seres queridos por la toxicidad de la intolerancia y la venganza del régimen merecen una explicación presente que les haga inteligible el por qué de aquellos crímenes que hoy, en un país democrático, se discute en un banquillo su categoría de lesa humanidad.
La supuesta prevaricación de Garzón por buscar el sentido existencial a miles de víctimas que viven ancladas en la angustia diacrónica ha abierto el debate internacional sobre la crisis del concepto universal de justicia. Probablemente el hombre que ha estado sentado en el banquillo por querer cerrar las heridas de su pasado mediante la voz de sus fosas, sea inhabilitado por prevaricar. Prevaricar, o mejor dicho, atentar contra el principio de justicia e investigar la sin razón de la barbarie entre las líneas rojas de la historia. Hoy, como ya denunciamos en el puzle, somos la España del hazme reír. La misma nación que se jacta de la independencia judicial pero, sin embargo, admite a trámite demandas provenientes de grupos ultraliberales cuya única intención ha sido poner una zancadilla al conocimiento de nuestro pasado con el maquillaje polvoriento de la “supuesta prevaricación”.
Con el juicio visto para sentencia, la luz de la democracia deja dibujada en la celda oscura de la indignación ciudadana la sombra nítida de sus barrotes. Los mismos hierros oxidados que en la España del No-do mantenían enclaustrados a los nostálgicos republicanos. Las nanas de la cebolla siguen humedeciendo los ojos de miles de víctimas que desde la sombra de sus barrotes espera la luz en los ojos de Garzón.
Artículos relacionados:
El puzle