Hace algunos años, a un grupo de niños inconscientes y a un par de escritores aventados por el siroco y a una maestra se nos ocurrió una loca idea: llevar un bibliobús a las escuelas de los campamentos de refugiados saharauis. Cuando la ocurrencia comenzó a cobrar algún atisbo de realidad, seguramente soñé con esta sonrisa: la de una voluntaria que fuera a dejar allí parte de su vida, de su tiempo y de su dinero, a cambio de sonrisas blancas en rostros morenos. Sonrisas que alimentaran la suya propia, para seguir iluminando un poco el camino.
Hace algunos años, a un grupo de niños inconscientes y a un par de escritores aventados por el siroco y a una maestra se nos ocurrió una loca idea: llevar un bibliobús a las escuelas de los campamentos de refugiados saharauis. Cuando la ocurrencia comenzó a cobrar algún atisbo de realidad, seguramente soñé con esta sonrisa: la de una voluntaria que fuera a dejar allí parte de su vida, de su tiempo y de su dinero, a cambio de sonrisas blancas en rostros morenos. Sonrisas que alimentaran la suya propia, para seguir iluminando un poco el camino.