Revista Arte

La sordera de un mundo ajeno, o el destino insignificante de todos.

Por Artepoesia
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Los grandes pintores de la Historia siempre han tenido seguidores importantes, otros creadores que los admiraron tanto que su estilo no sólo no varió del de sus maestros, sino que lo hacían resaltar éste aún más en cada pincelada agradecida. Fue el caso de dos pintores, cuyas obras se muestran aquí. Cuando el genial creador español Francisco de Goya viajó en 1789 a Valencia para descansar junto a su esposa -ésta se encontraba convaleciente-, conoció a quien acabaría siendo su discípulo y más fiel ayudante, Asensio Juliá (1760-1832). Este pintor valenciano, representaría en sus lienzos la revolucionaria manera de crear de Goya en casi todas sus obras pictóricas. Una de ellas, El náufrago, producida en 1815, es la primera imagen que ofrece esta entrada. Con ella, comienzo así la reflexión sobre la soledad del no oído, del no visto, del perdido. La fuerza de esta obra, subrayada además por la acentuada inclinación inestable del personaje retratado, radica precisamente en eso, en que ni puede ver, ni oir, ni tocar, sólo caminar. Nada de estos elementos que el ser humano utiliza para sus sentidos, se perciben ahora en el modelo de la figura del cuadro. 
Otro de los grandes seguidores de la Historia del Arte, fue Jacob Peter Gowy (1615-1661). Formado en el taller del afamado Rubens, colaboró en obras de este gran autor flamenco siguiendo bocetos suyos para grandes encargos del maestro en España, por ejemplo para la real Torre de la Parada madrileña. Luego, marcharía a Inglaterra donde trabajaría en sus creaciones hasta el final de sus días. Una de las obras por la que es más conocido es su famosa La caída de Ícaro. La leyenda mitológica cuenta la historia de Ícaro, de ella escribí una pequeña reseña en la entrada La mezquindad frente al afán, la ambigua ambición, sus límites y su desdicha.
Pero, ahora, es sobre todo otra obra la significativa, significativa para justificar así el título de esta entrada. En Caída de Ícaro, el pintor flamenco Pieter Brueghel el viejo (1515-1569) elabora una extraordinaria pintura. Representa el sentido de la leyenda en donde Ícaro cae del cielo, pero, aquí, no se ve a Ícaro. Ya ha caído, sólo sus piernas agitadas se aprecian algo sobre la superficie del mar. Pero, además, lo más importante, lo genial en este caso, es que nada ni nadie han percibido que esto haya sucedido. Todo sigue igual que antes de que él hubiera caído. Ni el labrador, ni el pastor, ni el barco, ni el pescador, ni siquiera los animales han sentido nada. El paisaje es idílico además, una ciudad al fondo en la bahía, un horizonte esplendoroso, y un comienzo de puesta de sol difuminado, de tan reluciente. Sin embargo, Ícaro se hundirá sin que nadie lo salve. Es más, nadie lo echará de menos. ¿Cómo podrían echar de menos a todo un héroe? Fue éste capaz de volar, incluso. Pero, la vida continuará igual, desatenta. Las gestas personales que no terminan, ni llegan encumbradas, ni se desean para todos, no son sino nada. De este modo, aquí, el creador nos devuelve la impresión de que sólo los que no están ahí, en la escena, pueden verlo ahora. Porque es para eso para lo que se creó la obra, y los que ahora lo ven han ido precisamente a eso, a verlo. Y ven a Ícaro, lo ven, y lo comprenden ya. 
Uno de los creadores holandeses más desconocidos, pero tan importante paisajista como los dos flamencos que se citan hoy aquí, fue Joos de Momper (1564-1635). Siguió a su maestro Brueghel en el detalle de las cosas sencillas, pero gráficas éstas. Para expresar las cosas no hace falta alzar la voz tanto a veces, sólo indicarlo con detalle. Aunque puede ser, y lo es muchas veces, que no todos lo oigan, o lo vean. En la obra que aquí se expone de Momper, Paisaje de invierno, nos ayuda la determinación del creador en señalar los detalles, uno de ellos además sirve ahora para seguir la reflexión de antes. A la derecha del lienzo se observan tres personajes, se suponen la madre, el hijo y la hija pequeña. Es ésta, la pequeña, la que ahora aquí no se escucha, no se siente. Ella alza los brazos, los agita insistente, pero nada.
El pequeño momento plasmado es, sin embargo, absorbido dentro de toda la obra por el grandioso paisaje. Se aprecian también la vivienda acogedora, y los hombres y mujeres que laboran para abrigarse de la dura estación. Al fondo, incluso, una pequeña ciudad. Todo esto ofrece seguridad y humanidad, aunque el paisaje invernal y duro existe, y se sostiene a pesar de todo. Pero, la pequeña continúa apelando algo. No es ya sino en un fragmento del lienzo, en un detalle aumentado del cuadro, que se presenta a su derecha, cuando, sin que nada haya cambiado -sólo el encuadre-, recibimos otra sensación de todo esto. Ahora sí, ahora sí vemos mejor el conmovedor gesto, ese de que nos escuchen, de que nos esperen, de que nos ayuden, el que se percibe desolado, antes sin embargo silencioso, en la pequeña retratada en un extremo del lienzo con toda claridad. 
(Óleo del pintor español romántico Asensio Juliá, El náufrago, 1815, Museo de Bellas Artes de Valencia; Cuadro La Caída de Ícaro, 1636, del pintor flamenco Jacob Peter Gowy, Museo de La Coruña, en depósito en el Museo del Prado, Madrid; Lienzo del pintor flamenco Pieter Brueghel el viejo, Caída de Ícaro, 1558, Bélgica; Obra Paisaje de Invierno, 1625, del pintor flamenco Joos de Momper,  Museo de Carolina del Norte, EEUU; Detalle del mismo cuadro Paisaje de Invierno, del mismo autor, 1625; Cuadro del pintor Marc Chagall, de la Escuela de París, La caída de Ícaro, 1975, Museo de Arte Moderno, París; Extraordinaria obra del artista norteamericano Norman Rockwell, Sur de Justicia, 1965, EEUU, en donde la sordera del mundo llega a producir gritos, aunque siga sucediendo lo de Ícaro, que no todos lo ven.)

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