La sotana negra

Publicado el 05 mayo 2015 por Rubencastillo

Pocos personajes podrán encontrarse en la novelística de Wilkie Collins (y aun en la novelística de su tiempo) tan acendradamente sibilinos como el padre Benwell. Desde que fijó su calculadora mirada en la propiedad de Vange Abbey (que hace siglos perteneció a la Iglesia y que actualmente tiene como propietario a Romayne), todos sus movimientos se han desarrollado en función de un claro objetivo: recuperar el control de la misma para Roma. Para ello, utilizará su inteligencia, su astucia, su encanto personal, su ascendiente sobre las personas próximas a Romayne e incluso su autoridad sobre el tímido Arthur Penrose, un jesuita que, sin saberlo, será utilizado para lograr la conversión religiosa de Romayne y su conformidad a la hora de convertir Vange Abbey en una humilde devolución a la Santa Madre Iglesia. “Cuando lo deseo, sé hacerme apreciar por los demás”, le escribirá el padre Benwell a uno de sus superiores en la página 345. Y esa vocación ajedrecística o arácnida irá atravesando la novela con sus quelíceros de manera silenciosa pero implacable. No obstante, otros personajes interferirán en los planes del seguidor de Ignacio de Loyola: Stella, una joven dama que se ha enamorado de Romayne y que terminará casándose con él; Mr Winterfield, un educado caballero de amables formas, que fue antiguo novio de Stella y que sigue vinculado emocionalmente a ella; el propio Arthur Penrose, que advierte la indignidad de la maniobra del padre Benwell y que terminará alejándose de Inglaterra y de los protagonistas de la historia; Mrs Eyrecourt, la combativa madre de Stella, que desde el primer instante desconfía de los modales gatunos del untoso jesuita; lord y lady Loring, amigos de Romayne que conocen bien su pasado... Y aunque nos hallemos ante una novela donde amor y ambición se erigen en baluartes principales de la trama, conviene subrayar también el modo inteligente en que el escritor victoriano construye las torturas interiores, los traumas, los conflictos íntimos de algunos de los protagonistas, que se convierten así en auténticos seres vivos, y no en meros peleles movidos burdamente por el autor. Utilizando de un modo ágil la voz de varios narradores y la incorporación de diversos formatos novelísticos (cartas, diarios), Wilkie Collins vuelve a construir un reloj sublime, donde todas las piececitas de la maquinaria se deslizan aceitadamente y encajan a la perfección, para que los lectores quedemos desde el principio enganchados a la historia. No hay cabos sueltos. No hay concesiones a la improvisación. Todo está calculado con pericia y redactado con virtuosismo, haciendo que hasta los episodios más aparentemente inverosímiles tengan su justificación argumental o psicológica. El Gran Maestro brilla de nuevo.