La sovietización blanda.

Publicado el 05 abril 2010 por Crítica
Los estados nación liberales demostraron ser en el S.XX la forma más exitosa de sistema político. Sin embargo su fuerza como modelo, demostrada durante dos guerras mundiales, está actualmente cuestionada en los ámbitos institucionales, filosóficos y de la opinión pública. De hecho, el perdedor ideológico: el estado marxista, aparece cada vez más como modelo de referencia: no por el pensamiento a pies juntillas de Karl Marx en sí como ocurrió en el siglo XX, sino por el éxito propagandístico entre la opinión pública de sus ‘marcas blancas’ y la efectividad de su taxonomía. Lo cierto es que durante la primera mitad del presente siglo XXI existe el riesgo serio de sovietización si no se toman las medidas adecuadas para evitarlo, y la primera de esas medidas es la de tomar conciencia del problema.
El siglo XX vivió grandes pugnas ideológicas que terminaron, naturalmente, en contiendas militares por imponerse sobre las otras. Por un lado, las democracias liberales (burguesas) eran el enemigo a batir tras haberse impuesto a los estados absolutistas y tradicionalistas del XIX. Sus detractores políticos identificaban al liberalismo con el colonialismo (o imperialismo), junto con la explotación sistemática del Ser humano; ya fuera el campesino en las colonias o el obrero industrial en las ciudades. Precisamente fue Marx quien consiguió un epíteto para definir a estas sociedades que sigue teniendo toda su  efectividad hoy en día: ‘capitalistas’. El capitalismo designaba el interés económico por encima de cualquier otra consideración, de tipo social, cultural o político. Por tanto, no eran los principios cívicos de las libertades individuales de la Revolución burguesa lo que definía a las sociedades liberales, sino la prevalencia del interés de la burguesía sobre el del resto de la sociedad. Marx disoció a este grupo del resto de la sociedad en base a su interés diferenciado y lo denominó ‘clase social’.
Otro de los tres grandes sistemas del siglo XX; el único que nació en el mismo siglo, fue el fascismo. Básicamente el fascismo era la exaltación de un elitismo nacional, que podía interpretarse como la aceptación del destino de potencia colonial fundamentado en el superior desarrollo histórico. A efectos prácticos se consideraban desligados del sentido moral de las relaciones internacionales: el ‘Derecho de gentes’, al que consideraban un producto de la fuerza militar y de los hechos consumados. En política interior, los fascismos implantaron medidas internas de tipo socialista que pretendían defender al obrero de la supuesta explotación que se daba en las democracias liberales; a las que también denominaban despectivamente capitalistas y de las que, por supuesto, no se sentían parte.
Por último el socialismo marxista. En general, todas las corrientes izquierdistas bebían, más o menos, de la obra de Karl Marx y se significaban respecto a su interpretación del marxismo. Una de las características más notables del socialismo a través del los últimos 150 años es la indiferenciación: en realidad, que un partido fuera de adscripción comunista, socialdemócrata, sindicalista, etc., no dependía de ningún precepto ideológico sino de la coyuntura política del momento o de las veleidades de sus líderes.
Los marxistas llegaron al poder estatal y a la creación, por fin, de una sociedad socialista, gracias a la interpretación que hizo Lenin de la violencia que trascendía de la obra de Marx. Guerra civil, terrorismo, huelgas, subversión, desobediencia civil; todo estaba permitido para llegar a la justicia social perfecta y a la igualdad entre todos los ciudadanos. Primero fue Rusia, luego Hungría, etc., etc., hasta llegar a la última sociedad socialista que se ha adherido después de haber gobernado a  más de la mitad de la población del planeta: Venezuela.  Naturalmente, los marxistas motejaban a los otros dos sistemas liberal y fascista de ‘capitalistas’; al fin y al cabo ellos habían inventado el concepto en cuestión y podían aplicarlo a quien quisieran. De hecho, se da la incongruencia que la mayor sociedad comunista de todos los tiempos: China, sea hoy en día considerada ‘capitalista’ por cualquier partido de izquierdas.
Los resultados de la pugna ideológica entre estos tres modelos fue claro: los estados liberales demostraron ser capaces de conseguir la justicia social, el poder popular y la prosperidad económica que se daba por descontado en el socialismo. La guerra que santificaron los fascismos fue su propia  lápida, y el marxismo cayó de su marmóreo pedestal debido a la falsedad de sus presupuestos fundamentales y al reguero de víctimas que fue dejando por el camino.
Sin embargo, el mundo sigue girando y cada día se buscan alternativas y cambios políticos para dar salida a un creciente descontento con el estado liberal. Descontento alentado desde el propio sistema por partido políticos que aspiran a no compartir el poder con quien no busca las mismas soluciones a los problemas sociales, y alentada también por los propios medios de comunicación que dudosamente tendrían cabida en un estado socialista. Para quien aspira a una nueva sociedad socialista, o derivada de ella, los fundamentos siguen estando claros: mejorar el entorno social desde arriba para mejorar las conductas y las conciencias; liberar al trabajador del contrato laboral privado ya que se sobreentiende que hay una desigualdad intrínseca en todo contrato entre el trabajador y el patrono siempre favorable a éste; el establecimiento de sueldos y precios ‘justos’, en realidad tasados; limitar la herencia, ya que es la trasmisión de la propiedad la que la convierte en injusta, haciendo ricos a los herederos que no crearon esa riqueza y nutriendo de recursos a las religiones. Esto último es una versión edulcorada de la idea de propiedad marxista, muy difícil de sostener hoy en día. En el plano de las sociedades internacionales, erradicar el nacionalismo que ata al Ser humano a una sociedad y cultura concretas; borrar la guerra del mapa ya que la guerra es siempre producto del interés oligárquico, de la intolerancia religiosa o del nacionalismo exacerbado.  
La apuesta del nuevo orden socialista por los derechos humanos, al igual que la de sus antecesores es meramente formal. Prácticamente todos los regímenes socialistas han firmado la declaración de Derechos en un momento u otro. Ninguno llegó a cumplir realmente con ellos. ¿Por qué iba a ser ahora diferente? Los prosélitos de la sociedad perfecta poseen su propia contraética a los Derechos Humanos, que no dejan de ser reglas para obligar al Estado a respetar los derechos naturales de cada ciudadano. Al contrario, los nuevos socialistas, cambian el sujeto del contrato y se lo pasan al ciudadano a quien obligan a respetar los Derechos Humanos, como si fuera poca cosa respetar la ley.  Pero, además, como si el peso de la ley del país, más el peso de los Derechos Humanos  fueran poco para el ciudadano encima obligan a respetar la Convenciones de las Naciones Unidas que es donde se refleja toda la contraética al sistema liberal del nuevo socialismo: igualdad, ecología, intervencionismo estatal…  ¿y mientras el estado qué respeta? ¿Cuál es su responsabilidad ética con la ciudadanía?  Esa es la gran incógnita que tendrá que responder el mundo si se deja arrastrar fuera del orbe de los derechos individuales.   
En general parece que el estado liberal se desliza por la senda, cada vez más empinada, de esta nueva interpretación de las fantasías socialistas del XIX, desvinculada de la experiencia del socialismo real, pero embebida de ella; ya que no hay nada nuevo en ese pensamiento, excepto la intuición generalizada de que existen nuevos mecanismos y herramientas en el mundo que podrían esta vez hacerlo funcionar.
La principal de esas herramientas, sin duda, el avance exponencial en el control y la gestión de la información. El estado marxista planificación centralizada, nunca soñó con herramientas de gestión de la información tan abrumadoras como las que hoy existen: bases de datos inmensas e interrelacionadas, para las que hay que hay que buscar un nuevo prefijo griego cada pocos años, puntos de conexión infinitos, enormes anchos de banda para la trasmisión de la información, servidores de datos que individualmente  podrían albergar la información de todos los libros publicados en la historia de la humanidad, o los datos personales de todos los Seres humanos que han existido hasta hoy…  Naturalmente todos estos avances han llegado gracias a la iniciativa empresarial y para engrasar la máquina del “capitalismo”, sin embargo el hecho es que ya está aquí esa tecnología, y por tanto se abre la puerta a la posibilidad de creer que es posible una sociedad planificada estatalmente que a su vez sea eficiente.
Además existe otra derivada en cuanto al control de la información, y es que la capacidad de cálculo de las máquinas ya no es algo que esté al alcance de ser contrastado por miembros individuales de la comunidad científica y por tanto cualquier teoría por descabellada que sea puede ser utilizada con fines propagandísticos si le interesa a un gobierno dado su difusión. De hecho, uno de los elementos de la modernidad más inquietantes es la de la creación de lobbies científicos gubernamentalizados, con intereses, no ya políticos cortoplacistas de apoyo a uno u otro sistema, sino con intenciones ideológicas de cambio global de los sistemas políticos, que además aspiran a provocar repercusiones geoestratégicas a largo plazo.
Marx teorizó en base al ideal de una comunidad de obreros de todas las naciones libres de ataduras tradicionales: patronos, estado y superstición religiosa. Para el marxismo el obrero industrial era la columna vertebral de la nueva sociedad comunista y, por tanto, el referente moral e icónico para todo individuo que quisiera adherirse a ella. A la hora de la verdad, el obrero resultó más acomodado y menos polivalente de lo que esperaron los teóricos como Marx, así que hubo que ampliar sobre la marcha el espectro de héroes socialistas, incluyendo al campesino, primero, y luego al soldado y al burócrata con quienes, sinceramente, no se contaba en un principio.  
Hoy en día los héroes de la clase obrera no son ni el rudo obrero con su libro de poesía para los ratos libres, ni el esforzado campesino ni, por supuesto, el soldado: los héroes del nuevo socialismo son los empleados del sector servicios, los fichantes de las fábricas y los pequeños funcionarios que en sus ratos libres disfrutan de la programación televisiva, los videojuegos o de Internet: lo que podía equipararse hasta hace unos años a ‘la clase media’ pequeñoburguesa. Es a ellos a quien se dirige la buena nueva socialista. No es casualidad: la base electoral de los nuevos héroes de la izquierda es mucho más amplia que la de los simples obreros industriales, además esta nueva clase ‘obrera’ de oficinas, permite la igualdad laboral de la mujer con el hombre, cosa que en las duras fábricas del siglo XX resultó no ser factible. Sin duda, también es interesante el hecho de que no excluya de su seno al político profesional. Pero además hay dos nuevos condicionantes: la completa mecanización en las fábricas está cada día más extendida, con lo que se podría asumir que este es el futuro que la depara a la manufactura de bienes alejada de los trabajos extenuantes, pero, además, los sectores primario y secundario, en los que trabajaban por definición los obreros, resulta que hoy son los principales enemigos del planeta Tierra, según la nueva mitología ecologista, por lo que los obreros pasan a no quedar nada bien reflejados en el  cuadro de honor de la sociedad justa y perfecta.
Como puede deducirse, la solidaridad obrera, el Socorro rojo o el compromiso sindical no forman parte del socialismo del futuro próximo. De hecho han sido ampliamente superados por la Historia. La nueva clase social posee su propia compasión con el entrono social y ambiental que va mucho más allá de los intereses ‘de clase’. Es ese sentimiento fingido, inventado por los marxistas: la ‘solidaridad’ la que nuevamente a permitir permite que a todo ciudadano (a todo ser vivo) le lleguen los beneficios colectivos de su esfuerzo personal.
Naturalmente habrá de ser la administración del estado la que se encargue de las generosas aportaciones de sus héroes socialistas. Les guste más o les guste menos. Esto nos lleva al tema de los sueldos de los trabajadores: curiosamente, las negociaciones salariales, han sido el principal motivo por el que el marxismo no consiguió implantarse en las sociedades avanzadas del siglo XX. Así es: cada vez que la clase obrera estaba cerca de tomar conciencia en Suecia, Francia o EEUU, los empresarios podían interponerse con la herramienta de la subida de sueldos, que aumentaba la confianza en el sistema de contratos patrono-trabajador y que prometía una prosperidad real para el obrero que no dependiera de cambiar todo el sistema político de la nación.
En el ideal del nuevo socialista un trabajador debe ganar lo suficiente para contribuir con parte de su sueldo en la construcción de la sociedad perfecta, pero no lo suficiente como para perder de vista el sueño igualitario y sufragarse uno propio al margen de la sociedad. La tendencia del nuevo socialismo es la de controlar los sueldos introduciendo cada vez más regulaciones en las empresas, formado a costa del erario público a masas laborales que entran a reventar los sueldos de cualquier actividad bien remunerada; haciendo a los empresarios cada día más dependientes de los contratos de las administraciones y más intervenidas la empresas por consejos de dirección de un perfil político antes que empresarial. Además, los sindicatos son cada vez más una subsecretaría del ministerio de trabajo cuando gobierna la izquierda y una sección del partido socialista de turno cuando no gobierna. En cualquier caso, siempre más preocupados por mantener sus prebendas funcionariales que en defender a los nuevos héroes del proletariado.
Con unos trabajadores cuyos sueldos dependerán del  estado aunque trabajen para empresarios, que a su vez trabajaran para el estado de una forma u otra, es seguro que los sindicatos ‘de clase’ no tendrán más que un papel testimonial en el nuevo orden social, como siempre ha sucedido en los estados socialistas, en los que hacerle una huelga al estado obrero al resultar paradójico terminaba siendo un pasaporte a prisión. 
La intromisión del estado en la vida económica está llegando, incluso a EEUU, disfrazada de celo benefactor, como si el estado, descontando al ciudadano, fuera algo más que unos cuantos políticos y burócratas que se visten por los pies como todo el mundo. Al final esa dependencia del estado que nos han imbuido en temas de sanidad, seguridad vial, alimentación, educación, hábitos y conductas, no es más que la oportunidad del gobierno de ampliar su influencia en la vida privada y en la intimidad de los ciudadanos. El político socialista, intervencionista por definición, sabe que produce más beneficios cambiar una coma en una ley relacionada con la fabricación de caramelos que el afán de cientos de trabadores de la industria del caramelo; al menos en su círculo cercano, ya sea  en forma de votos, de contratos o de más sueldos para más funcionarios. Lamentablemente, estos políticos intervencionistas  vuelven a no entender, después de la experiencia del socialismo real, que no son las comas y los puntos de los reglamentos, sino los trabajadores que se levantan a las siete de la mañana los que producen los bienes y servicios que enriquecen a la sociedad y a esos mismos trabajadores.
Este nuevo sistema se va imponiendo por la vía del descontento y del desistimiento cívico, no por el de la concienciación ni el del compromiso como ocurrió en el siglo pasado. Es de imaginar que la píldora será más dulce de tragar para las sociedades que se dejen engañar. De todas formas el nuevo socialismo trae sus propios medios coaccionadores, que sin ser los propios de la Inquisición (tampoco lo eran en la Rusia soviética), no van a ser menos traumáticos para sus víctimas. Un estado que aspira al poder absoluto para moldear la sociedad a su criterio, necesita principalmente de tres facultades: información íntima de los ciudadanos que siempre ha llegado a la policía por medio de delatores, el control de los medios para acallar las críticas y un sistema procesal que permita a la policía amedrentar a los discrepantes y sacarlos de la circulación.
Los buscadores de la sociedad perfecta tienen hoy esas tres herramientas a su disposición y sin necesidad de destapar que no juegan bajo las reglas de la democracia liberal. Toda la información íntima del ciudadano está a su alcance ya que cada día las interacciones humanas se producen en entornos informatizados: emails, redes sociales, internet,  móviles, tarjetas… la policía, a día de hoy, puede almacenar toda la información intima de un individuo, y usarla de forma incriminatoria con él. Obviamente esto no sería posible en un estado de derecho con garantías judiciales, por tanto ese es el primer escollo que tienen que salvar, aunque lo cierto es que cada día se toleran más y más comportamientos judiciales, que excusándose en la defensa de los principios de una sociedad perfecta: igualdad, derechos de minorías,  sostenibilidad ecológica, cultura, etc., pisotean impunemente los principios del sistema imperfecto mejor que existe, parafraseando a Winston Churchill.
Una de las novedades que ofrece  la posibilidad de gestionar enormes cantidades de información es que ya no es necesario anular las críticas al sistema. Simplemente hay que saturar de desinformación a la opinión pública cuando estas aparecen. La policía no tiene que borrar las pintadas de rebeldía de los nuevos muros informáticos, simplemente basta con hacer mil pintadas encima. Si en la puerta de la catedral de Wittenberg se hubieran clavado cien panfletos al tiempo que lo hacía Lutero, el protestantismo seguramente no hubiera salido del entorno de su instigador, sin las consecuencias que conocemos, para bien o para mal, pero sin duda de justica.  
Si la inquisición tenía a la Dama de hierro, los jacobinos la guillotina y los soviets la celda cubista; los nuevos socialistas tienen la libreta de multas. ¿Por qué acabar físicamente con alguien que puede hacerlo él mismo?  Esa es la consigna del sistema punitivo del nuevo socialismo para el ciudadano medio; que por supuesto incluye la pena capital encubierta. Los disidentes del nuevo socialismo tienen tantos motivos para abandonar físicamente este mundo como los tenían en las democracias populares, pero hay que guardar las formas frente a las críticas. Robar es robar aunque lo haga el propio estado; empujar al suicidio es asesinar aunque lo haga el propio estado: si a un ciudadano puede robársele todo legalmente, limitar su presencia en la sociedad y hacerle insufrible la existencia ¿para qué juzgarlo y condenarlo, si un oscuro burócrata en un cubículo puede condenarle a penas superiores con la misma eficacia? Con los sueldos cada vez más uniformados por decreto y la posibilidad de imponer multas cada vez más altas, incluso astronómicas, por comportamientos que solo son anti-socialistas, que no antisociales; se pueden destruir vidas y haciendas de inocentes en muy poco tiempo. Lo que es más grave: puede obligar a la gente a interiorizar que vive en un sistema donde las reglas las impone arbitrariamente cualquiera que se arrope bajo el manto ideológico que sea.
La contraética neosocialista al liberalismo solo puede conducir a una sociedad intervenida estatalmente y arbitraria con el individuo. A unos estados con un poder interno como no se ha conocido hasta ahora en el mundo. A unos individuos que tendrán que reverenciar a la fuerza la mano que les paga el sueldo, y la que tiene el poder sobre cómo será su calidad de vida. La promesa de una sociedad perfecta, igualitaria, sostenible y carente de odios no es suficiente ni creíble para alejarnos de lo que se ha demostrado como positivo y justo. Que no todo el mundo pueda disfrutar de ventajas materiales no justifica que se deba dar el poder a nadie para que  arbitrariamente pueda privarnos de ello.