Dicen que, para leer a Pynchon, se debe empezar por La subasta del lote 49, que es más breve y menos complicado. Tras los relatos de Un lento aprendizaje, he seguido ese consejo aprovechando la edición en bolsillo de esta novela. Para leer a Pynchon es necesario abandonarse al placer de la lectura. Es como leer un poema: puedes descifrarlo o puedes dejarte llevar. Yo me he dejado llevar y he comprobado que lo que importa no son los argumentos de Pynchon, sino sus dotes de narrador, cómo describe a los más estrafalarios personajes, cómo inventa nombres descacharrantes (Mike Falopio, Mucho Maas, Gengis Cohen…), y cómo mete a los personajes en laberintos repletos de paranoias y conspiraciones. Sólo hacia el final de esta novela el lector consigue completar el puzzle. No importa: para entonces ya se ha divertido mucho. Thomas Pynchon requiere lectores pacientes y a los que no les importen los retos, como sucede con James Joyce y su obra maestra, Ulises. Que todo gire alrededor de una supuesta red clandestina de correo postal ya es la primera garantía del misterio y la diversión.
-Entonces, ¿piensa usted –dijo Edipa– que quieren llevarle a Israel para juzgarle, como hicieron con Eichmann? –El comecocos siguió asintiendo–. Pero ¿por qué? ¿Qué hizo usted en Buchenwald?
-Trabajaba –respondió Hilarius– provocando enfermedades mentales de manera experimental. Un judío catatónico valía tanto como un judío muerto. Los círculos liberales de las SS pensaban que era más humano. –Y había acosado a los pacientes sirviéndose de metrónomos, culebras, estampas brechtianas de medianoche, extirpación quirúrgica de ciertas glándulas, alucinaciones de linterna mágica, fármacos de nuevo cuño, amenazas numeradas por altavoces ocultos, hipnotismo, relojes que iban hacia atrás y visajes. Hilarius había sido el encargado de los visajes–. Los aliados –continuó recordando– llegaron, por desgracia, antes de que hubiéramos acumulado suficiente información. Al margen de éxitos espectaculares como con Zvi, era poco lo que podíamos presentar estadísticamente. –Sonrió al ver la cara que ponía Edipa–. Sé que usted me detesta. Pero ¿no me he esforzado acaso para reparar lo que hice? Si hubiera sido un nazi de verdad habría preferido a Jung, nicht wahr? Pero elegí a Freud el judío. En la concepción freudiana del mundo no existía Buchenwald. Buchenwald, según Freud, al hacerse la luz, se transformaba en un campo de fútbol, en niños regordetes y coloradotes que aprendían artes florales y solfeo en las cámaras de exterminio. Los hornos crematorios de Auschwitz se convertían en pastas de té y tartas nupciales, y las V-2 en pensiones para enanos. Traté de creérmelo todo. Dormía tres horas diarias procurando no soñar y las veintiuna restantes las pasaba obligándome a comulgar con ruedas de molino. Pero no ha bastado con esta penitencia. A pesar de todo lo que he hecho, ahora vienen ésos para llevárseme, igual que ángeles exterminadores.
[Traducción de Antonio-Prometeo Moya]