A mi amigo Manolo Molina, que es tres cosas que yo no soy: jaenero, taurófilo y hombre cabal.
La suerte repartida
Laescalera empinada subía cuatro plantas. El último tramo era de madera. Peldañosque crujían en la oscuridad y que llevaban a la puerta, a la del cerrojo grandeque había que adivinar a tientas. La mujer dejaba el barreño con la ropa mojadaen el descansillo y hacía correr del hierro poderoso. Chirrido en la negrura.Sin transición alguna llegaba el fogonazo de luz violentísimo que obligaba acerrar los ojos. Vacía, se presentaba la azotea refulgiendo de blanco. Desnudezde tendederos y arriba el sol y un cielo siempre sin nubes. El niño chico sehacía más chico todavía ante la mirada fragmentada del rosetón de la catedral.Desde allí era un ojo ciclópeo, inmediato en aquella altura, asaltante en elpretil por su magnitud. Junto a él la torre prismática, invasora en lacercanía, toda arista en su plata de siglos. El niño chico se asustaba de lostamaños. Luego corría a través de las sábanas tendidas y llegaba al otro lado.La mujer lo alzaba y juntos contemplaban la arquería circular. Más abajo, elpequeño fragmento de la tierra de oro con sus líneas coloradas.
—Tolo, tolo.—Sí. Ahí están los toros.
Así era el paisaje. Luego estaba la gente, los vecinos.
Los hermanos Bernal daban al niño chico trato de cachorro.Lo llamaban por el balcón y lo incluían en sus siestas veraniegas en eldormitorio abigarrado. El sol entraba por la persiana rayando de luz una pared.Jóvenes en la penumbra sobre camas que olían al flit de las chinches como unrecuerdo desgajado pero persistente de la guerra. El calor era una bola detrapo, blanda y gigante que agobiaba cuerpos y rincones. Tomaban la mano delniño chico y al contraluz breve se encendía roja, marcados los perfiles,iluminados de sangre. Su susto provocaba las risas. El niño chico lloraba yluego dormían y esperaban la llegada de la tarde como la caída de una toallahúmeda sobre la piel.
El recurso eran las calles y las azoteas. Las casas eraninvivibles. En la de los Bernal, tan nutrida de habitantes, no había sillaspara todos. El último que llegaba comía de pie. Era el ruedo cercano laesperanza de comprar muebles y comer pollos. El toro o la lotería. El padre lohabía intentado sin fortuna cuando joven. Tenía la jindama del tararí, el miedoal sonar de los clarines. Acabó de peón de brega con vestido de alquiler. Desus escaramuzas en el albero daba cuenta la cabeza apolillada y tuerta de unnovillo que alteraba la escala diminuta de la sala. Cabeza que irrumpía comouna deidad negra a la que lo cotidiano hubiera desprovisto de poder. Los díasde lluvia colgaban los paraguas de un cuerno.
Como en los cuentos, era el hermano pequeño el héroe. Eldestinado al relevo del padre en cuanto asumió los percales y el apodo como unaherencia. Pepe Luis Bernal, "Capillé". Aprendió a manejar los trastosen la soledad de la azotea. El espacio común que lo mismo era patio de recreoque palestra para el toreo de salón. Allí Pepe Luis abría con el capote con supesadez de lona. Una pantalla fucsia casi sin pliegues con el entrevistoamarillo del envés. Se perfilaba y daba comienzo su danza antigua. Primero porla derecha. Fraaaap, sonaba el bajo del engaño rozando las baldosas. Luego porla izquierda. Fraaaap acompasado. Jugaba el niño chico poniendo los dedos en lafrente como cuernecillos tiernos. Y fraaaap. Y fraaaap. El he-he de laincitación era un susurro que sólo niño y muchacho escuchaban. La tandaterminaba con el capote arrollado en la cintura. Pepe Luis adelantaba el mentóny miraba al cielo con pose estatuaria. Nunca hubo fotógrafos.
Después, la muleta. Al estoque de madera la purpurina lohacía juguete. Era montado entre la tela cuando cobraba seriedad de arma. Elniño chico decía muuuu y embestía con un correteo atolondrado. Al rato seaburría y se sentaba a hacer caballitos con los alfileres de palo dispersos enel suelo. Sin toro, más naturales se alternaban en la mano siempre baja de PepeLuis. Tras el trincherazo final, alzaba el brazo. Faltaba el espejo en quegustarse. El que recogiera la imagen de aquella torería en el desplante. Niespejo ni fotógrafos. Un aforo indiferente de vencejos anunciaba la noche desdearriba.
—Pipi, pipi.—Sí; yo toreando y tú mirando los pajaritos, tonto.
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Fue primero hacer cien veces la luna y los tentaderos.Llegaron los ruedos lejanísimos.
Plazas de navaja y vinazo en bota. De pan y chorizo. Sobreel público hay un sol fundente que fabrica risotadas y murmullo de moscas.Juego de luces y colores en un chafarrinón que compone un cuadro de Solanadonde no faltan los rostros abotagados. Imposible el silencio. La mudez es unbien que sólo guardan los pájaros desplomados por el calor. La banda llena deruido todos los intersticios libres y ataca pasodobles con una vocación decharanga.
Pepe Luis, perdidas las distancias, pega mantazos queproducen un pitorreo de charlotada. Los revolcones se celebran en la mismamedida que se silban las carreritas de cagalástima. Llegan improperios desdelos tendidos con una nitidez de aullido y las voces caen como una precipitaciónde tarugos de madera. A Pepe Luis el sudor lo empapa entero. El vestido detorear está sucio de sangre y tierra. Piensa tal vez en su azotea y en suvecino, el niño chico. En aquel ámbito de casquería y vino calentorro es fácilansiar la plaza fina, la que tiene arena de oro y columnas esbeltas. Pero porel momento, el mundo se asemeja a un cagajón de caballo.
De cada lugar trae puntazos y varetazos. Le gustaría llamarcornadas a esos golpes que le dejan una impronta de hematomas. Cuando vuelve asu calle, Pepe Luis magnifica las heridas y las muestra a los vecinos conpremura. Para certificar su oficio basta abrirse la camisa y exagerar un poco.O mirar los carteles que el padre encargó cuando llegaban los telegramas. Nohubo negocio en el barrio que no fijara uno en la pared. En letras rojas depalo seco se hacía el exordio de la imagen como en un avance de película:"La nueva figura del toreo". "Valiente"."Triunfador". "Aclamado". Sobre el capote de paseo, letrasmás grandes concluían con su nombre. En la imprenta la minerva no debía funcionarbien. Produjo un borrón a la altura del ojo izquierdo. No estaba la cosa comopara encargar carteles nuevos. Hubo que resignarse. En la monocromía del blancoy negro, Pepe Luis aparecía con montera, guapo pero borroso, altivo perotuerto. Un par de días fueron suficientes para que los niñatos de la callepintaran gafas y bigotes a todos los carteles de las fachadas.
—Pepeluí, Pepeluí.—Mira éste cómo te conoce, oye.
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Después vino la transformación. El cuerno que hiere pasó a convertirse en cuerno de la abundancia.
El primer dinero que no se le fue en pagar subalternos, logastó en regalos. Imitar en tanto podía el derroche de las figuras lo llenó deun ingenuo orgullo. Al padre le compró una gabardina que en cuanto se la puso,lo revistió de autoridad policial. Pavoneo inmediato en la taberna. Ni seacordó de cortar las etiquetas. A la madre un abanico con varillaje de ébano ypaís de seda lisa. A las hermanas, botes de colonia y unos juegos de ropainterior. Salvador, por ser el mayor, consiguió los prismáticos. La ilusión desu vida. Incluso el niño chico se llevó su parte. Un monito de cuerda quetocaba el tambor.
Una paletilla con pretensiones jamoneras vino a colmarlos.En sus platos desportillados de loza repartieron muestras entre los vecinos.Deferencia y sorpresa en la que siempre se contemplan excepciones. Cuando elpobre come jamón, o esta malo el pobre o está malo el jamón. Seguían sinlámparas, es cierto. Pero qué importan las lámparas cuando una bombilla desnudaes suficiente para iluminar la dicha. Tenían un torero en casa.
Pepe Luis se compró unas gafas de sol y un traje de tergal.Las formas que le marcaba y el pelo rubio volvieron locas a las muchachas. Peromás que por torero por su semejanza con un americano del cine. Se lucía dandopaseos gratuitos por la calle guardando su entusiasmo por los saludos. El padrefue su apoderado. Le corregía ademanes o le ajustaba la corbata o le quitabauna pelusa del hombro con un soplido. Y es que para ser torero primero hay queparecerlo. Y andar como un torero. Pepe Luis aprendió el senequismo taurino,parquedad al hablar y contención de gestos. Un torero charlatán siempre estuvomal mirado. De las palabras se encargaban los habituales de la taberna.Aceptaban invitaciones de tinto a cambio de las soflamas del padre. En elmostrador había un lenguaje de palmoteo en la espalda, de sentencias yconsejos. Pepe Luis en un aparte se atusaba el pelo en el reflejo de loscristales. Al niño chico lo pedían prestado y lo sentaban en la barra. Bebía subotellín de cocacola chupeteando el gollete y borraba números de tiza escritosen la madera. El padre miraba en el hijo torero lo que él no fue. Pinchababerberechos de lata con la convicción de estar en la gloria.
—Yo tero, yo tero.—No, que tú eres muy chico y luego te duele la barriga.
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En abril llegó el contrato y el dios de los toreros repartiósuerte. Una poca.
Días antes un cronista taurino dejó escrito que la noticia"había corrido como un reguero de pólvora". En la presentación conpicadores Pepe Luis compartía terna con dos pinchauvas de su quinta. RafaelRoca y un tal Limones. Se abría al fin para él, la plaza de su ciudad. La plazaa la que se va para estar callado. La que hace triunfar o condena al fracasocon despecho de señorita. Mientras tanto, la realidad era el cartelón colocado enla taberna. Allí estaba presentado con la lengua procesal de la tauromaquia.Hora y ganadería fijadas. Sobre los rótulos la pintura colorista de un diestroy un toro haciendo el avión. Debajo, la clientela continúa con su perpetuoagasajo de manzanilla. Apoyado en la barra, Pepe Luis se ensimisma y deja vacíala copa y la mirada. Le tiembla a veces la mano que sostiene un cigarrilloChester.
El niño chico era un amuleto que estrenó zapatitos decharol. Se rescataron mantillas del alcanfor y las muchachas fueron a lapeluquería. El padre exultante repartió puros entre el grupo que se dirigió ala plaza. Vecinos y conocidos ocuparon casi al completo un tendido de sol. Unode ellos llevó una pancarta entusiasta hecha con media sábana: "Tu barrio hestacontigo. Hole Pepe Luis". Al niño chico lo colaron de matute. Los clarinesrepentinos le asustaron y se escondió en la mujer. Allí oculto no pudo ver casinada. Tampoco iba a comprender las indecisiones de su amigo con el primero, susprisas y sus trompicones. Ni los comentarios apenas audibles que excusaban altorero por el mal ganado. Reconocer a Pepe Luis en el hombre que allá abajo seesforzaba sin éxito era imposible. Asociar el vestido tabaco y oro con elmuchacho de la azotea escapaba a su edad. Cuando Pepe Luis miraba a las gradaslo hacía con tristeza. Apuntó más tarde el cronista que el público "sehabía rendido a la evidencia". El tío de las bebidas, siempre enmovimiento, miraba al ruedo de tanto en tanto y negaba con la cabeza como sifuera una vaca. El estupor de los seguidores no impidió que el silencio delrespeto se convirtiera en el silencio del castigo. El padre se levantó lassolapas como si fuera un remedio para hacerse invisible. Los demás serefugiaron en la esperanza del segundo. Al menos las almohadillas permanecíanen su lugar.
Cuando la fortuna cambia de dirección acostumbra aanunciarlo con su código de prodigios. Fue así que Pepe Luis encontró con elsobrero los terrenos y los ritmos y la banda del maestro Tejera llenó el airecon los compases de "Nerva". Allí se asentó la belleza que todospersiguen y que tan pocas veces se es dada alcanzar. En el fondo, la torre quese veía desde la azotea tenía ahora su justo tamaño. Una vertical que equilibrala horizontalidad de los arcos y el ruedo dibujando una postal que siempreparece inédita, como recién vista. El público subrayaba los pases sin acentuarla e en una salmodia colectiva y grave. El padre volvió las solapas a su sitio.Pepe Luis fabricó para todos una ensoñación de cámara lenta y acabados loslances llegaron los aplausos y los pañuelos. El padre agitó la gabardina comosi aquella blancura grande valiese siete votos. En el albero, Pepe Luis obtuvosu premio de sombreros y chaquetas arrojadas. Inició la vuelta y cuando pasóbajo el fervor de su barrio hizo llegar el trofeo a su padre. "Escenaentrañable" según el cronista. Después reclamó al niño chico quelloriqueante fue descendiendo aupado por los espectadores hasta llegar a labarrera. Allí Pepe Luis lo cogió en brazos y continuó el paseo con él. Para susseguidores, medir el tiempo de aquella vuelta solo hubiera sido posible con unreloj que marcara semanas. Cuando lo devolvió al graderío, el niño chicollevaba con toda seriedad un clavel en la mano.
Al salir no se formaron aglomeraciones. Una presentación conpicadores no es desde luego una corrida de farolillos. Lo que sí se formaronfueron nubes de las de color panza de burra. La primavera se desaguó en eltrayecto entre la plaza y el barrio. Todos agradecían el frescor. El padre,contento de recibir abrazos y cachetadas de enhorabuena, vio en el agua laoportunidad de probar la calidad de la gabardina. El tropel que se reunió en lataberna le hizo notar con risas que estaba calada. No le importó. Se sabe quela lluvia allí no es más que una rosa entreabierta.
—Abua, abua.—Sí, agua. Tú quietecito. A ver si vas a meter loszapatos nuevos en los charcos.
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©Sap. es.humanidades.literatura, sept. 2004
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