En una reciente sentencia del Tribunal Constitucional, este órgano -en teoría, destinado a la protección de los Derechos Fundamentales y de los principios esenciales del modelo de libertades propio de un sistema constitucionalista- avaló una sanción de veinte meses de suspensión de militancia impuesta por el Partido Socialista Obrero Español a una miembro de dicha formación política, por haber cuestionado la decisión de suspender el proceso de primarias en las Elecciones Municipales de Oviedo del año 2006 en un artículo publicado en el diario “La Nueva España”. La entonces afiliada socialista acudió a los tribunales y, si bien la Audiencia Provincial de Asturias le dio la razón, el Tribunal Supremo primero y el Tribunal Constitucional después, confirmaron la legalidad de la medida sancionadora acordada por su partido.
La tesis esgrimida para argumentar la decisión judicial se centra en que los afiliados de una organización deben fidelidad a la misma y sus críticas no pueden dañar su imagen. El afectado, en ese caso, podrá abandonar la militancia si no está conforme con determinadas decisiones pero, según el criterio mayoritario de los Magistrados, no podrá permanecer en las filas del partido manifestando pública y notoriamente sus desavenencias y reproches.
La sentencia presenta la peculiaridad de los escasos firmantes de esa opinión supuestamente mayoritaria, habida cuenta que Juan Antonio Xiol y Encarnación Roca se abstuvieron por haber participado también en el proceso ante el Tribunal Supremo, y que refleja hasta tres votos particulares, correspondientes a Fernando Valdés, Francisco Pérez de los Cobos y Andrés Ollero. Si a lo expuesto anteriormente se añade la vacante generada por el fallecimiento de Luis Ortega en abril de 2005, la conclusión es que nos hallamos ante una doctrina apoyada por una exigua mayoría numérica.
Sea como fuere, la postura que se ha impuesto defiende que libertad de expresión de los militantes de los partidos queda limitada por su propia pertenencia a la organización, llegándose a afirmar que esa libertad reconocida constitucionalmente se pliega ante un supuesto deber de lealtad al partido, no establecido en ninguno de los artículos de nuestra Carta Magna, y que implica para el ciudadano la obligación de evitar las críticas públicas.
En mi opinión, esta decisión constituye un gigantesco paso atrás en la defensa de nuestras libertades. Qué lejana parece la época en la que el mismo Tribunal defendía la posición preferente de la libertad de expresión por su vinculación con los valores de pluralidad y democracia, cuando aquella contribuía al debate democrático. Pese a la cercanía en el tiempo, la doctrina que defendió en la sentencia 112/2016, de 20 de junio de 2016, cuando afirmaba que la libertad de expresión comprende la libertad de crítica «aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática» queda, por desgracia, ya demasiado alejada de contexto.
Ahora parece estar de moda la sumisión como modelo de libertad, el orden orgánico sobre la libertad de pensamiento, la disciplina por encima del debate, el silencio frente la discrepancia y la obediencia ante el líder como valor superior. Y si este es el nuevo camino por el que va a transitar aquel modelo de Democracia y de Estado de Derecho que en su día me enseñaron, yo no lo quiero ni para mí ni, por supuesto, para mis hijos.