Estudié ciencias puras y mi Selectividad fue también de ciencias puras. Ahora soy profesor de literatura. Eso significa que, en mí, ambos territorios se encuentran fundidos inextricablemente: me parece tan absurdo un poeta que no lea sobre física cuántica como un médico que reniegue de conocer la prosa de Muñoz Molina. Tal vez por eso acerco a esta página con cierta periodicidad novedades editoriales relacionadas con el mundo de la divulgación científica: porque me parece que un lector inquieto debería formarse en todas las disciplinas posibles, y que nada de lo humano (parafraseo a Terencio) debería resultarle ajeno.La propuesta de hoy es un volumen muy enjundioso que, escrito por Hugh Aldersey-Williams y traducido por Joandomènec Ros, publica el sello Ariel. Y se basa en una idea de lo más original. ¿No decimos a veces que conviene moverse por la vida con pies de plomo, o que alguien tiene un corazón de oro, o que le falta hierro en la sangre? Los elementos de aquella vieja tabla periódica que ideó Mendeléyev, y que continúa rellenándose con cada descubrimiento o síntesis, forman parte de nuestra existencia: los contenemos, los respiramos, los usamos. Están en nuestro lenguaje, en nuestras cocinas, en nuestras células, en nuestros ordenadores. Y un libro donde se nos informe sobre sus peculiaridades, caracteres y anécdotas tenía que ser, por fuerza, ameno y curioso. Éste, sin duda, lo es.Aprendemos en sus páginas que en los océanos del mundo hay disuelta una cantidad de oro equivalente, en dinero actual, a cuatrocientos billones de euros (p.41); que Jean Cocteau utilizó el mercurio para confeccionar un espejo que, en su película Orfeo, permitiese bajar al inframundo (p.115); que el propio autor de la obra realizó el experimento de destilar una y otra vez su orina, hasta lograr obtener cuatro gramos de fósforo (p.146); que el cloro se usa por su efecto letal en las guerras, ya que «desgarra los vasos sanguíneos que revisten los pulmones y la víctima acaba por ahogarse en el líquido producido mientras el cuerpo intenta reparar el daño» (p.159); que la importancia simbólica de la plata como elemento asociado a la virginidad ha vuelto a la palestra gracias al movimiento Silver Ring Thing, en el que los jóvenes que deciden mantenerse vírgenes de modo voluntario se ponen anillos de plata para simbolizar su compromiso con el grupo; o que el misterio sobre el lugar donde está la tumba de Cleopatra podría estar cercano a su conclusión, pues en el año 2008 se halló al sur de Alejandría (entre las ruinas calizas del templo de Isis y Osiris en la zona de Taposiris Magna) un busto que bien pudiera ser ella (p.322).
Moviéndose con agilidad entre la documentación y la experimentación, entre los datos eruditos y las curiosidades históricas, Hugh Aldersey-Williams consigue que un tema tan aparentemente árido como es el de los elementos inertes de la tabla periódica se convierta en historias, leyendas, bombas, esculturas, fuegos artificiales, etiquetas anacrónicas (dice que el dominico fray Bartolomé de las Casas era «creyente en la teología de la liberación», en la página 35), santificaciones graciosas (llega a bautizar a Madame Curie con el simpático nombre de «Nuestra Señora del Radio», en la página 193) y, en fin, un caudal tan notable de informaciones que conviene leerlas para aprender y disfrutar.