Televisor
«… ¡Ah! Ponme también mitad de cuarto de salchichón ibérico, y luego un trozo de queso manchego metido en manteca. ¿Sabes, Paco? Desde que murió mi marido, te puedo pedir de todo en esta charcutería tan mona que tienes en el mercado. ¡Mi esposo solía estar tan mal del colesterol que se nos estaba poniendo cara de acelga de tanto comer sano! Estoy bromeando; me gustaría tanto que él siguiera viviendo… Le echo mucho de menos, Paco, tan sola. Mis hijos me acaban de regalar una tele de esas planas de ahora, que por trescientos euros tiene de todo, dicen. Cuando me la trajeron, me acordé del primer televisor que tuvimos en casa, hace… 48 años, sí. En blanco y negro, claro; costaba 14.000 pesetas de la época, que era un dinero, ¿sabes? Bueno, qué vas a saber tú, que eres tan joven. Catorce mil pesetas, un dineral. A mi marido se las iban descontando de la paga de Galerías. De Galerías Preciados, un negocio que ya no existe, que es donde él trabajaba y donde compró el televisor. Éramos la envidia del barrio. Con la nueva tele me he acordado mucho de aquel viejo televisor y de mi marido… Por las noches, frente a la pantalla plana que me han traído los hijos, extiendo la mano en el sofá. Parece como si estuviera tocando sus dedos nudosos, aunque él ya no esté más. Presiento que mi vida está virando a sepia y barrunto que pronto se fundirá en negro, por muchos colores brillantes que tenga esta pantalla. Y que, quizá cuando llegue el the end, le vuelva a ver. Ah, Paco, échame también cuarto y mitad de lomo, del ibérico, claro, que hoy vienen los nietos a comer a casa…»