Las horas pasaban sin detenerse ante la abstraída mirada de Miguel que, sentado sobre una gran piedra situada estratégicamente bajo un enorme castaño, miraba al horizonte sin ver absolutamente nada.
Era verano, como hoy, y el calor era sofocante e implacable aquella tarde. El enorme trigal que tenía frente a él permanecía estático. Ni una brizna de aire. El cielo, tan azul como de costumbre en aquella época del año, no podía hacer otra cosa que dejar el protagonismo al fulgurante sol hasta la hora del ocaso y las chicharras parecían ser las únicas encargadas de interpretar la banda sonora de aquel preciso instante en la vida de Miguel.
Nuestro solitario y abstraído personaje se enjugó el sudor de la frente con la manga de su camisa de labor, y esto le hizo regresar de su mundo por unos instantes.
Era la tercera tarde que Miguel iba a este lugar conducido por una irrefrenable necesidad de estar solo. Si en ese momento le hubiéramos preguntado no hubiera sabido contestarnos sobre el porqué de su destierro, pues él tampoco era consciente de lo que le ocurría, o quizá no quería serlo pues su vida, se lo había impedido.
Los pensamientos se sucedían uno tras otro dentro de su cabeza: iban, venían y volvían a marcharse para luego regresar. Iban y venían como las olas en el mar van y vienen en la orilla. Sólo entonces descubrió que había escogido el camino equivocado y que ya era demasiado tarde para regresar sobre sus pasos.
Ese era su dilema: dejó que la vida le llevara a la deriva cuando había necesitado luchar y coger el timón. La decisión fue fácil entonces, pero, ¿ahora?La agujas del reloj avanzaban sin piedad en el tiempo recordándole insistentemente a Miguel que todos aquellos instantes se habían ido, habían desaparecido en el vacío temporal sin haber sido vividos. Pero, cuando, como ocurre todas las tardes en todos los ocasos, el sol iba a retirarse a su aposento de luz, [...]