La tía charo

Publicado el 23 enero 2018 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica
Ángeles MastrettaTenía la espalda inquieta y la nuca de porcelana. Tenía un pelo castaño y subversivo, y una lengua despiadada y alegre con la que recorría la vida y milagros de quien se ofreciera.A la gente le gustaba hablar con ella, porque su voz era como lumbre y sus ojos convertían en palabras precisas los gestos más insignificantes y las historias menos obvias.No era que inventara maldades sobre los otros, ni que supiera con más precisión los detalles de un chisme. Era sobre todo que descubría la punta de cada maraña, el exacto descuido de Dios que coronaba la fealdad de alguien, la pequeña imprecisión verbal que volvía desagradable un alma cándida.

A la tía Charo le gustaba estar en el mundo, recorrerlo con sus ojos inclementes y afilarlo con su voz apresurada. No perdía el tiempo. Mientras hablaba, cosía la ropa de sus hijos, bordaba iniciales en los pañuelos de su marido, tejía chalecos para todo el que tuviera frío en el invierno, jugaba frontón con su hermana, hacía la más deliciosa torta de elote, moldeaba buñuelos sobre sus rodillas y discernía la tarea que sus hijos no entendían.Nunca la hubiera avergonzado su pasión por las palabras si una tarde de junio no hubiese aceptado ir a unos ejercicios espirituales en los que el padre dedicó su plática al mandamiento «No levantarás falsos testimonios ni mentirás». Durante un rato el padre habló de los grandes falsos testimonios, pero cuando vio que con eso no atemorizaba a su adormilada clientela, se redujo a satanizar la pequeña serie de pecados veniales que se originan en una conversación sobre los demás, y que sumados dan gigantescos pecados mortales.La tía Charo salió de la iglesia con un remordimiento en la boca del estómago. ¿Estaría ella repleta de pecados mortales, producto de la suma de todas esas veces en que había dicho que la nariz de una señora y los pies de otra, que el saco de un señor y la joroba de otro, que el dinero de un rico repentino y los ojos inquietos de una mujer casada? ¿Podría tener el corazón podrido de pecados por su conocimiento de todo lo que pasaba entre las faldas y los pantalones de la ciudad, de todas las necedades que impedían la dicha ajena y de tanta dicha ajena que no era sino necedad? Le fue creciendo el horror. Antes de ir a su casa pasó a confesarse con el padre español recién llegado, un hombre pequeño y manso que recorría la parroquia de San Javier en busca de fieles capaces de tenerle confianza.

En Puebla la gente puede llegar a querer con más fuerza que en otras partes, sólo que se toma su tiempo. No es cosa de ver al primer desconocido y entregarse como si se le conociera de toda la vida. Sin embargo, en eso la tía no era poblana. Fue una de las primeras clientas del párroco español. El viejo cura que le había dado la primera comunión, murió dejándola sin nadie con quien hacer sus más secretos comentarios, los que ella y su conciencia destilaban a solas, los que tenían que ver con sus pequeños extravíos, con las dudas de sus privadísimas faldas, con las burbujas de su cuerpo y los cristales oscuros de su corazón.-Ave María Purísima -dijo el padre español en su lengua apretujada, más parecida a la de un cantante de gitanerías que a la de un cura educado en Madrid.-Sin pecado concebida -dijo la tía, sonriendo en la oscuridad del confesionario, como era su costumbre cada vez que afirmaba tal cosa.-¿Usted se ríe? -preguntó el español adivinándola, como si fuera un brujo.-No padre -dijo la tía Charo temiendo los resabios de la Inquisición.-Yo sí -dijo el hombrecito-. Y usted puede hacerlo con mi permiso. No creo que haya un saludo más ridículo. Pero dígame: ¿Cómo está? ¿Qué le pasa hoy tan tarde?-Me pregunto, padre -dijo la tía Charo-, si es pecado hablar de los otros. Usted sabe, contar lo que les pasa, saber lo que sienten, estar en desacuerdo con lo que dicen, notar que es bizco el bizco y renga la renga, despeinado el pachón, y presumida la tipa que sólo habla de los millones de su marido. Saber de dónde sacó el marido los millones y con quién más se los gasta. ¿Es pecado, padre? -preguntó la tía.-No hija -dijo el padre español-. Eso es afán por la vida. ¿Qué ha de hacer aquí la gente? ¿Trabajar y decir rezos? Sobra mucho día. Ver no es pecado, y comentar tampoco. Vete en paz. Duerme tranquila.-Gracias padre -dijo la tía Charo y salió corriendo a contárselo todo a su hermana.
Libre de culpa desde entonces, siguió viviendo con avidez la novela que la ciudad le regalaba. Tenía la cabeza llena con el ir y venir de los demás, y era una clara garantía de entretenimiento. Por eso la invitaban a tejer para todos los bazares de caridad, y se peleaban más de diez por tenerla en su mesa el día en que se jugaba canasta. Quienes no podían verla de ese modo, la invitaban a su casa o iban a visitarla. Nadie se decepcionaba jamás de oírla, y nadie tuvo nunca una primicia que no viniera de su boca.
Así corrió la vida hasta un anochecer en el bazar de Guadalupe. La tía Charo había pasado la tarde lidiando con las chaquiras de un cinturón y como no tenía nada nuevo que contar se limitó a oír.-Charo, ¿tú conoces al padre español de la iglesia de San Javier? -le preguntó una señora, mientras terminaba el dobladillo de una servilleta.-¿Por qué? -dijo la tía Charo, acostumbrada a no soltar prenda con facilidad..-Porque dicen que no es padre, que es un republicano mentiroso que llegó con los asilados por Cárdenas y como no encontró trabajo de poeta, inventó que era padre y que sus papeles se habían quemado, junto con la iglesia de su pueblo, cuando llegaron los comunistas.-Cómo es díscola alguna gente -dijo la tía Charo y agregó con toda la autoridad de su prestigio-: El padre español es un hombre devoto, gran católico, incapaz de mentir. Yo vi la carta con que el Vaticano lo envió a ver al párroco de San Javier. Que el pobre viejito se haya estado muriendo cuando llegó, no es culpa suya, no le dio tiempo de presentarlo. Pero de que lo mandaron, lo mandaron.. No iba yo a hacer mi confesor a un farsante.-¿Es tu confesor? -preguntó alguna en el coro de curiosas.-Tengo ese orgullo -dijo la tía Charo, poniendo la mirada sobre la flor de chaquiras que bordaba, y dando por terminada la conversación.
A la mañana siguiente se internó en el confesionario del padre español.-Padre, dije mentiras -contó la tía.-¿Mentiras blancas? -preguntó el padre.-Mentiras necesarias -contestó la tía.-¿Necesarias para el bien de quién? -volvió a preguntar el padre.-De una honra, padre -dijo la tía.-¿La persona auxiliada es inocente?-No lo sé, padre -confesó la tía.-Doble mérito el tuyo -dijo el español-. Dios te conserve la lucidez y la buena leche. Ve con él.-Gracias, padre -dijo la tía.-A ti -le contestó el extraño sacerdote, poniéndola a temblar.